Por no tener Estado

En un reciente artículo, Salvador Cardús señala cómo destacadas personalidades del pensamiento (R. Keyes, D. Ariely, D. Roberts y otros) afirman que hemos alcanzado la “Era de la Posverdad”. Ya no hay verdades (ni mentiras) absolutas, rotundas, firmes, concluyentes. Hay informaciones, ni veraces, ni falsas. Sólo eufemismos y manipulación. Se trata de crear fuertes emociones que oculten los hechos, su veracidad y su importancia.

Al decir que estamos en la “Era”, es porque afecta a todo el mundo y es persistente en el tiempo. Hay quienes la utilizan con mayor intensidad y eficacia que otros, convirtiéndose así en verdaderos maestros de la falacia y el engaño. Y aquí nos encontramos con el Estado Español, auténtico experto en su utilización. Saben que no se trata de aclarar los hechos, sino de confundirlos y, si es necesario, hasta negarlos. Para ello cuentan con la colaboración de los medios de comunicación magníficamente equipados, serviles, ejemplarmente leales, perfectamente adaptados para atender a sus consignas e informar (¿) en consecuencia y que nunca dicen que la ocupación es la peor de las violencias; unas FFAA de gran potencial convenientemente adiestradas, atentas y fieles en el cumplimiento de sus mandatos ordenados desde su Ministerio del Interior, corresponsables de los bombardeos de nuestras área protegidas y de las múltiples agresiones que tenemos que soportar; un aparato judicial con sus tribunales diseñado a su medida, obediente y nada escrupuloso en el reparto ecuánime de la justicia y en el esclarecimiento de los hechos; y, por último, y por si fuera poco, con una Iglesia poderosa, arrogante, masculina, cruel y muy influyente. A la clase política española la define muy bien L. Feutchwagner en su novela “Goya”. Son, nos dice, de naturaleza beligerante, ligada a un desprecio por la erudición y el intelecto (y a la razón y al entendimiento, añadiría yo), un tremendo orgullo famoso y tristemente célebre en el mundo entero: el orgullo colectivo por la unidad de la nación y una impronta violenta, lúgubre, despótica, pendenciera y agresiva. El disimulado nacionalismo español es intransigente, antidemocrático y particularista y dispone, como queda dicho, de mecanismos políticos, económicos administrativos y militares adecuados para aplastar por la fuerza cualquier intento de autoafirmación por nuestra parte y nuestras reivindicaciones (si son violentas como si no), que no olvidemos son legítimas,  las convierten en terrorismo, en tanto que las cometidas por el Estado dominante español (y francés, no lo olvidemos) no forman parte de esa categoría.

Contra tan potente maquinaria, bien engrasada y puesta a punto, nos tenemos que enfrentar. ¿Y qué nos ocurre? Pues muy sencillo: que no tenemos Estado. Y un pueblo sin un Estado dotado de unos medios propios idóneos está indefenso frente a la acción subyugadora de los que disponen de ellos. Este es nuestro gran problema: que no tenemos un Estado que nos proteja. De ahí que la recuperación de nuestro Estado ha de ser nuestro principal objetivo.

Muy ilustrativo de lo que venimos diciendo es la reacción al episodio ocurrido a mediados del pasado mes de octubre en Alsasua. ¡Cuánto daño nos ha hecho un tobillo roto y cómo han gestionado una cuestión de la importancia de una pelea nocturna! Mantienen presos incumpliendo hasta sus propias leyes y, desde luego, con la reprobación de las más altas instituciones internacionales en materia de DDHH. Todo su sufrimiento y el de sus familiares no son objeto de su consideración y lo siguen utilizando en su estrategia en contra nuestra, acrecentando así los problemas de los colectivos empeñados en reivindicar sus derechos. Y lo mismo hacen en otros ámbitos y cualquier tipo de situación. Todo lo que podemos hacer es manifestarnos, sin lograr por ello resultados positivos. Caemos una y otra vez en su trampa y utilizamos unas redes sociales que para lo único que nos sirven es para enredarnos y desviar la atención apartándonos del verdadero problema. Quiero dejar claro que no hay duda de la vitalidad de nuestra sociedad, de su enorme capacidad de lucha y su entrega generosa en defensa de las causas justas. Pero debemos reconocer el escaso rendimiento que obtenemos, la desproporción entre el esfuerzo y lo que conseguimos, todo por no poder canalizarlo a través de nuestro Estado.

Las discordias entre nosotros, estériles o, peor todavía, perjudiciales, tendrían que tender a desaparecer porque “cuando persisten es porque son alimentadas por los agentes del colonialismo” nos dejó dicho J. P. Sartre en setiembre de 1961 en el prólogo del libro de F. Fanon “Los condenados de la tierra”. En él su autor nos advierte que “el intermediario del poder utiliza un lenguaje de pura violencia. No aligera la presión, no hace más velado el dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las fuerzas del orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del colonizado”.

Considero, pues, de extrema importancia centrar el objetivo principal de nuestras reivindicaciones, definir las estrategias y utilizar nuestros recursos (que los tenemos) con inteligencia, para que no se nos vuelvan en contra y con ello hacerles su trabajo  y, por supuesto, tener presente “la suma de los muchos sacrificios que nos corresponde hacer para vivir juntos”, tal y como define S. Carter el civismo.

P.D. En el momento de escribir estas líneas estamos sufriendo controles y provocaciones por parte de la G.C. absolutamente desproporcionadas con la escasa magnitud de los hechos e inadmisibles desde el punto de vista de la convivencia, a nos ser que traten de localizar a los autores de las amenazas contra la vida de nuestro alcalde y las provocaciones con signos y pintadas de extrema violencia en el local donde suponen que tuvo lugar el episodio, por parte de los herederos del terrorismo institucionalizado. Inadmisible.

¿Para cuándo el desarme?