Europa desengañada

Dos referendums han sido suficientes para que el barco parezca hundirse. Hablan ya muchos de poner freno al proceso de integración europea, al entender que las resistencias son insuperables. Los dirigentes de los Estados -responsables directos del fracaso- intentan replicar a la ciudadanía que no hay otro camino, en un esfuerzo por sacudirse las responsabilidades.

¿Qué está pasando? Los ciudadanos y ciudadanas no quieren ser manejados. Europa pareció firme durante la etapa de crecimiento y Estado de Bienestar. Era el acuerdo entre élites y sociedades que alcanzaban unos niveles y calidad de vida impensables para las generaciones que les habían precedido. Era, especialmente, la Europa del Oeste, vanguardia que parecía conseguir la superación del conflicto entre las viejas clases decimonónicas, trabajadores y burgueses, gracias a una mejor distribución de la riqueza y al reconocimiento del Estado como agente económico primordial. Este reconducía las ganancias empresariales hacia inversiones sociales y satisfacía las expectativas materiales, y otras, de la colectividad. Era, igualmente, la Europa de los grandes Estados-nación que se habían sentido dueños del Mundo, reducidos ahora a potencias de segundo orden. Halagando a sus súbditos desde su nacionalismo prepotente, hacían creer a éstos que debían ocupar siempre en el mundo una posición de privilegio.

El idilio se rompió. Las élites actualmente contemplan un campo de expansión en la globalización, para el que no precisan de la colaboración de las bases sociales que viven del empleo. El trabajo barato que proporciona la deslocalización industrial e inmigración, junto a la baratura de las materias primas de los países de desarrollo material inferior, convierten en una carga insoportable las exigencias del envejecido estado de bienestar. Hay que ir de la mano de los empresarios americanos y japoneses en la imposición del modelo globalizador que mantenga pobres a los más pobres y obligue a las sociedades avanzadas a aceptar un fuerte consumo, renunciando, a cambio, a la protección que los poderes públicos han venido ofreciendo en servicios gratuitos, como son la enseñanza y la sanidad ¡Que el propio consumidor elija e invierta con sensatez, evitando, de paso, el despilfarro de recursos que son de todos! Más ocasiones para quienes pueden controlar el mercado, gracias a la disponibilidad de capital.

El individuo que se ha sentido seguro durante décadas, mira inquieto hacia un futuro que los poderes públicos no se muestran dispuestos a garantizarle. No es la falta de recursos financieros lo que asusta, sino la decisión de que éstos sean gestionados por quienes dominan las finanzas. Quienes ejercen el poder se acomodan a tal exigencia, pero las sociedades que han vivido la colaboración del Estado de bienestar no se resignan. La cohesión nacional de estos Estados-nación se ha basado en el status de privilegio en relación al Mundo colonial, primeramente, y posteriormente en la superioridad de nivel de vida de los europeos con respecto al resto del Mundo. Franceses, británicos, italianos, alemanes, belgas y holandeses, se han identificado con el orden político europeo; hoy no está tan claro. Los dirigentes europeos, los de los estados antedichos y aquellos que, como España aspiran a un papel entre los grandes, han pretendido hurtar a la sociedad europea la capacidad de decisión. Han ofrecido el tratado de la Unión como una opción sin alternativa, que deja en sus propias manos la toma de decisiones. La estructura que se pretende imponer en la Unión europea es antidemocrática, controlada desde lo alto por los gobernantes, quienes reclaman su cuota de poder en función del potencial humano y económico de los Estados que gobiernan, pero apartando previamente a los gobernados de la toma de decisiones.

Los europeos percibimos inseguridad en nuestro futuro. Quienes se han identificado como nacionales de los grandes Estados, se sienten relegados en beneficio de los argumentos del dinero; la ciudadanía y los Estados más pequeños contemplan con desconfianza las pretensiones hegemónicas de los mayores y, finalmente, quienes se identifican con naciones a las que se niega el derecho nacional, se ven postergados, con sus derechos nacionales sociales, económicos y culturales sometidos por completo a los intereses de las naciones dominadoras. Materiales poco sólidos para la construcción de la Unidad, porque, en definitiva, se basa en el privilegio, primeramente, de los intereses financieros y especuladores y luego de los grandes Estados que los respaldan, marginando a la ciudadanía y a los colectivos nacionales.

Se explica de este modo el procedimiento seguido en la elaboración de la denominada Constitución europea, basado en acuerdos de alto nivel interestatal. Se entiende que haya sido el adecuado en las primeras fases de la configuración de la Unidad, pero cuando el perfil de Europa presenta rasgos más definidos, porque los europeos han asumido su concreción, es la hora de dejar en manos de éstos la decisión. Un proceso constituyente de carácter político debe remitirse a la base social a la que afecta, para tener legitimidad democrática. La imagen de la ratificación del tratado de la unión que han ofrecido sus impulsores es lamentablemente extravagante, cuando en unos casos han sido los parlamentos los encargados de la ratificación y en otros casos se ha recurrido al referendum. Se cumplen los trámites, pero se margina la democracia, que sólo es factible con la convocatoria de una asamblea constitucional, convocada mediante elecciones libres, en las que los Gobiernos y poderes estatales no impongan sus condiciones, mediante la manipulación de circunscripciones y otras artimañas. Éste es el único camino que permitirá a los habitantes de Europa determinar el modelo de unidad que les convenga, facilitando simultáneamente el debate sobre la identidad europea y sus perspectivas de manera global.

Los grandes Estados constituyen el obstáculo más serio en esta dirección, por pretender una unidad que no sea, sino simple estructura de apoyo para los intereses expansionistas de índole económica de cada uno de ellos. Hacia el interior, sin embargo, los respectivos Estados mantienen sus obsoletas aspiraciones hegemónicas en cada área de Europa, en función de la potencia con que se perciben a sí mismos. Reflejo de ello son las actitudes nacionalistas de sus habitantes. Europa no es vista como un campo de solidaridad, ya soñado hace más de un siglo por Víctor Hugo, entre otros. La solidaridad no puede hacerse con la imposición y ésta constituye el cemento con que se pretende construir la unidad europea, de cara a los propios europeos y, desde luego, de cara a las grandes masas humanas del conjunto de la Tierra que nos contemplan como paraíso de abundancia, gracias al expolio que ejercemos sobre ellos.