Mas, Ortega y Rigau, juicio a Cataluña

Un arroyo, por seco que esté siempre su cauce no es buen lugar para hacerse una casa. Tarde o temprano se pagan las consecuencias. Durante muchos años hemos oído cantar las excelencias de la llamada transición española por haber optado por la Reforma, en vez de la Ruptura, con el engaño de que con la muerte de Franco había muerto también el franquismo. Pero el franquismo estaba vivo, bien vivo, y la Reforma no fue nada más que un ardid del nacionalismo español para perpetuarse indefinidamente bajo un barniz democrático. El regreso de los Borbones, por ejemplo, es fruto de aquellos días. Y también lo son muchas otras cuestiones, como el elemento que unía y que continúa uniendo franquistas y antifranquistas: La Sagrada Unidad de España. Este elemento explica, entre otras cosas, por qué Franco murió en la cama y por qué ser comunista era pecado venial comparado con el pecado mortal que suponía ser catalanista. La diferencia de trato que, en este sentido, recibieron el Partido Comunista de España y Esquerra Republicana de Cataluña queda para la historia. Y la negativa, aún hoy, a anular el juicio sumarísimo al presidente Lluís Companys, también.

Los tiempos, sin embargo, han cambiado. Han pasado los años, el pueblo catalán ha recuperado la autoestima, se ha producido una toma de conciencia colectiva con la consiguiente reivindicación del derecho a la libertad, y todo ello se ha traducido en un proceso que, a pesar de España, no tiene marcha atrás. Cataluña será un Estado independiente mucho antes de lo que muchos catalanes y muchos españoles creen. Pero antes hay que superar los escollos que pone y que pondrá un Estado supremacista y democráticamente analfabeto como el español. Y, para ello, la mejor actitud es la firmeza. Por más que digan, por más que insulten, por más que descalifiquen, por más que amenacen… hay que hacerse el sordo y seguir adelante. Como dijo el presidente de la Asociación Catalana de Municipios y Comarcas, Miquel Buch, «si nos precintan las escuelas, habilitaremos los teatros; y si nos precintan los teatros, habilitaremos las bibliotecas; y si nos precintan las bibliotecas, habilitaremos los centros cívicos; y si nos precintan los centros cívicos, habilitaremos las calles y las plazas».

Llevado por su paroxismo totalitario, el Estado español puede inhabilitar a presidentes de Cataluña, presidentes del Parlamento, consejeros, alcaldes y concejales, pero tras todos ellos vendrán otros, y otros… Creían que fabricando pruebas falsas, lanzando calumnias contra personas honorables, dinamitando el sistema sanitario catalán… Cataluña agacharía la cabeza y, cautiva y genuflexa, se entregaría a los pies de Castilla renegando de sí misma. Pero nada de esto ha ocurrido. Al contrario, se ha visto que el presidente Puigdemont es un patrimonio tan valioso como el presidente Mas. Y después de Puigdemont habrá otras personas que ocuparán su lugar. Tampoco importa que, siguiendo la praxis de los regímenes dictatoriales, comiencen a encarcelar a escritores desafectos -siempre somos los primeros en ser enmudecidos-, y periodistas, y funcionarios y ciudadanos de todo tipo «por haber escrito no sé qué», o «por haber dicho eso» o «por haber hecho aquello». Pueden hacerlo, pero será en vano.

La farsa judicial que se está celebrando estos días contra Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau es la expresión de la profunda derrota del Estado español. Una derrota especialmente dolorosa no sólo por lo que significa, sino porque todo el planeta la puede ver. Un Estado que niega a un pueblo la posibilidad de decidir su futuro en las urnas, que criminaliza a su gobierno, que se burla de su Parlamento, que crea tribunales políticos y que procesa cargos electos acusándolos de haber permitido que la ciudadanía pudiera votar es un Estado que ha perdido los papeles, un Estado de principios absolutistas que, grotescamente enloquecido, como la Norma Desmond de Billy Wilder, ha perdido la conciencia de la realidad.

Las secreciones verbales del exfiscal Jiménez Villarejo, tachando de «parafacista» el apoyo ciudadano a Mas, Ortega y Rigau -a mí lo que parece parafascista son estas secreciones-, o del conocido vocinglero de Badalona, calificando de «romería» dicho apoyo y vinculando la autodeterminación de Cataluña al nazismo, hablando de listas que separarían a los catalanes que van a los hornos crematorios de los que no van a los mismos, se desacreditan por sí solas y muestran la bajeza moral de sus autores. Xavier García Albiol, como Inés Arrimadas, que hace años que afirma que el independentismo ha llegado a «un fin de ciclo», o como Enric Millo y Rafael Català, que califican de «numerito impropio de una sociedad democrática» la respuesta ciudadana el 6-F, o como Miquel Iceta, que acusa al gobierno de Cataluña de «saltarse la ley», obviando que toda ley que prohíba votar es una ley absolutamente antidemocrática que por principios humanistas no puede ser respetada, son ejemplos de el espectacular fracaso español.

El cinismo, por otra parte, es un instrumento que el Estado utiliza cada vez más para encubrir el despecho que le provoca saberse democráticamente vencido y socialmente desautorizado por el pueblo catalán. Por eso no paramos de escuchar que «no es verdad que Mas, Ortega y Rigau» sean juzgados por poner las urnas, sino que se les juzga por desobedecer la orden de no ponerlas». ¿Se percata el lector? Se trata de esconder a la prensa internacional la verdadera razón del juicio. Dicho con palabras coloquiales: «Yo no te juzgo porque hayas hecho nada malo; sólo te juzgo porque me has desobedecido». «Pero si yo no hacía nada malo, ¿qué sentido tenía tu prohibición?» «No tienes que hacer nada. Aquí soy yo quien manda, y tú sólo puedes hacer lo que yo permito que hagas. En resumen: por bueno que sea lo que hagas, se convierte en malo si cuestiona mi autoridad sobre ti».

He aquí que el juicio del 6-F no es un juicio a Mas, Ortega y Rigau, es un juicio a Cataluña. Los ‘reformistas’ que nunca han querido juzgar el franquismo, son los mismos que ahora juzgan el independentismo; los ‘reformistas’ que no consideran punibles los crímenes del franquismo, son los mismos que consideran delito las urnas del gobierno de Cataluña.

EL MÓN