Nación propia, nacionalismo ajeno

Antoni Strubeli I Trueta, Autor de ‘Un català entre bascos’ (Editorial La Campana)

En un artículo publicado en DV el pasado día 11 de julio -Cataluña: ¿nación o nacionalidad?- el profesor Javier Tajadura Tejada hacía una objeción a la posibilidad que Cataluña se pueda definir como «nación» en su futuro proyecto de Estatut. Para apoyar sus tesis, el profesor se fundamentaba, inicialmente, en argumentos de tipo jurídico y constitucional. Afirmaba, por ejemplo, que definirse como nación «choca contra la literalidad del artículo 2 de la Constitución y rompe el consenso constitucional de 1978». Admitiendo que no pueda competir con el profesor en el terreno del Derecho Constitucional, no obstante creo que estamos ante un tema que sería injusto abordar sólo desde el campo jurídico. En todo caso no creo que las leyes deban reducir los conceptos a la condición de fósiles inamovibles al servicio de la foto fija, y menos para impedir que un colectivo se pueda definir como nación si quiere. Si es cuestionable que a ciertos pueblos se les pueda negar el derecho a autodeterminarse, más lo que es que ni siquiera se puedan autodefinir.

Tajadura abre su artículo apuntando que le cuesta mucho asumir que a determinados políticos catalanes les resulte importante el hecho de definirse como nación. En este sentido parece ignorar que en 1978 ya fue muy importante este punto para muchos catalanes, teniéndose que confirmar a regañadientes con el remiendo de la «nacionalidad» por el indudable amedrentamiento que suponía el omnipresente ruido de sables, elemento del que algunos prefieren no acordarse hoy. No estamos ante nada nuevo pues. Para Cataluña no ser reconocida como nación, ha tenido, y tiene, unos indudables perjuicios. Ha hecho de su lengua una decoración legalmente superflua, de su historia la gran ausente de las aulas y de su presencia internacional, una anécdota. Mientras los estados disponen libremente de opacos instrumentos de nation-building y legislación especial (Francia acaba de dar un portazo a Schengen como ha querido), las minorías nacionales en gran medida desprotegidas tienen que apechugar, en el mejor de los casos, con un utensiliario legislativo propio irrisible. Mientras España puede enviar tropas para «rescatar» Perejil o gastarse una millonada en fortalecer su lengua y su imaginario colectivo nacionales, Cataluña debe soportar en este campo un grado de indefensión que ningún Estado nacional estaría dispuesto a soportar ni de maniobras sin fuego real.

En la segunda parte de su escrito, el rechazo al término «nación», en referencia a Cataluña, lleva al profesor Tajadura a repasar, una a una, las definiciones más poco amables que se han hecho del nacionalismo. Llega a citar nada menos que a Hitler y Mussolini. Poco parece importarle que Cataluña y la mayoría de catalanes se cuenten entre los damnificados y opositores a esos dictadores y a la terrible modalidad de nacionalismo agresivo que, con Franco, significaron. En todo caso es curioso que para el profesor la definición y la ideología de la «nación» sean tan negativas si se aplican a Cataluña. ¿A España no? El profesor incurre en el tan manido tópico según el cual el nacionalismo catalán nacería como tapadera ideológica de la burguesía. Pero además en Cataluña el nacionalismo ha sido, desde su nacimiento, una idea compartida por gente de todas las clases sociales. El importante teórico del nacionalismo catalán, Josep Narcís Roca i Farreras, se autodefinía como «nacionalista» y «anarquista». El nacionalismo hegemónico en Cataluña a partir de 1930 fue el de izquierdas, sin lugar a dudas. Y lo vuelve a ser hoy, aunque para el profesor eso equivalga a desviación. Para mí, en cambio, significa una identificación absolutamente legítima con el propio país, sin perjuicio alguno para terceros.

En el retrato que el profesor hace del nacionalismo, y por más que lo intente, no consigo identificar con Cataluña y los catalanes el listado de horrores y citas que despliega, con referencias a «mitos», «intereses sacralizados», y «continuas apelaciones» a la «justificación ideológica». Parecen extractos de las más rancias páginas del «bandera roja» Jordi Solé Tura -el de los años 60- páginas de las que hoy felizmente dice renegar el exministro. Ahora bien, superados los tópicos, lo que realmente sorprende del artículo del profesor Tajadura es la identificación de los que deben traer -según nos dice- la salvación ideológica a Cataluña, en forma de las «más cualificadas voces del pensamiento verdaderamente progresista». Se trata nada más y nada menos que de los quince intelectuales que acaban de abogar por la creación de un partido nuevo, «auténticamente progresista» -según nos asegura el profesor Tajadura- pero «desacomplejadamente españolista» y de «nación española» según los propios impulsores. Con estos claroscuros e incongruencias ideológicas de fondo, ¿cómo no se va a fijar el lector inquieto en el doble rasero con que se nos está midiendo el nacionalismo de unos y otros?

En definitiva, sinceramente creo que va siendo hora que entre todos dejemos atrás las versiones distorsionadas, apocalípticas casi, de lo que es un nacionalismo tan asentado y asumido como el catalán. Va siendo hora, finalmente, de reconocer una evidencia que ya afirmaba hace décadas el sabio catedrático de la Sorbonne, Pierre Vilar, quien, tras largos años de investigación sobre la historia catalana, definió Cataluña como «uno de los más claros y precoces casos de nación en Europa». Y es que seguramente no haya elemento que más ayude a desenfocar la amabilidad de la nación ajena que la complacencia por la propia.