La patria libertaria de Gastibeltza

La figura y la escritura de Mark Legasse han poblado con sus leyendas románticas el imaginario de ciertos entusiastas del país, en distintas épocas, quizás a falta de otros referentes. Leímos con deleite las vicisitudes de las Carabinas de Gastibeltza, los contrabandistas de Ilargizarra…

Legasse, en efecto, era un personaje romántico, simpático, de fábula. De ahí a sacar de sus ocurrencias conclusiones de carácter estratégico va un salto temerario. Leo el artículo de Mitxelko Uranga (Legasse eta estatua. Berria 15/09/2005), y creo que peca de ligereza en sus afirmaciones, escritas sobre todo en clave metafórica y literaria. Pero es posible que en esta tierra ideas semejantes se tomen al pie de la letra, y se me ocurre que tal vez estén más extendidas y arraigadas de lo que pensara.

Destacan, sobre todo, dos argumentos de Mitxelko, sobre los que, por añadidura, se sostiene su escrito. El primero viene a decir que si Legasse pensaba un futuro sin Estado es porque nunca ha existido un Estado vasco (Euskaldunen buruak ateak ixten dizkio etengabean estatuaren ideiari, historian zehar ez baita sekulan egon euskal estaturik). Mentira interesada. Las verdades oficiales -españolas y francesas- se utilizan para reforzar el status quo y el poder sobre los pueblos; pero aún más grave y desconcertante es que los supuestos disidentes legassianos se avengan a apuntalar esas versiones envenenadas. Durante cientos de años ha existido un Estado vasco -Navarra; con su capital Iruñea-, que llegó hasta la Edad Moderna con todas sus atribuciones. A lo largo de la historia la población vasca ha tenido presencia de pleno derecho en Europa durante mucho más tiempo que Estonia, Ucrania, Polonia, Holanda, Irlanda… Como dijo Shakespeare, «Navarre shall be the Gonder of the world». «Navarra será algún día la admiración del mundo». Una cosa es que la conquista y las armas enemigas nos desmantelaran; y otra que demos por buena -por oportuna, o legítima- esa violencia. Pero ese Estado ha existido, y entre sus circunstancias está la de haber dado consistencia, cuerpo y continuidad, a través de los siglos y a pesar de sus limitaciones, a la colectividad vasca.

La segunda teoría de Mitxelko, no menos lamentable y desencaminada, es la de que el Estado no sea más que un mero regulador de la violencia («Indarra eta biolentziaren erabilera monopolizatzen duen eta hauen erregulatzen dituen erakunde politikoa baino ez da»). En una discusión de taberna o una cena de sidrería este tipo de afirmaciones de cátedra quedan muy rotundas y categóricas. Pero en la realidad cotidiana esta contundencia se limita a una patética muestra de incultura por parte de quien la enuncia. Además del monopolio de la violencia legítima que se le adjudica, el Estado en el concierto internacional es el sujeto de la acción política (y no los pueblos, ni las naciones, ni la sociedad civil, ni los particulares…). En tiempos de la globalización el Estado es el único poder que regula (hasta donde alcanza), si no la economía, sí algunas magnitudes económicas (políticas fiscales, presupuestarias, inversiones, sociales… No me atrevo a hablar del Estado del Bienestar para no dar facilidades a la réplica; pero hay lo que hay).

El Estado nos organiza, construye, impone, difunde, las verdades oficiales sobre las que se sostiene nuestra existencia cotidiana. Decía López Petit que la verdad, a falta de mejor definición filosófica o periodística, es como el coche oficial que, con los cristales ahumados, recorre las calles entre luces, escoltas y sirenas. Nadie que lo ve sabe qué va dentro, o incluso si va vacío. Tanto da. A su paso la población se aparta, el tráfico se detiene, e indefectiblemente se ordena el espacio y el tiempo. Su mero avance es un signo de autoridad que instaura un orden en nuestras vidas.

Medios de comunicación, marco territorial, planificación presupuestaria, educación, lengua oficial, poder ordenador de las instituciones en el trabajo y la convivencia, construcción cotidiana de la «nación» y de la realidad social que transitamos y sobre la que fundamos nuestra existencia… Pensar que el Estado es no más que violencia (aunque por supuesto haya violencia en todo esto) es pura ceguera, candidez y complacencia.

Se pueden añadir infinidad de objeciones al escrito de Mitxelko. Pero creo que basta una para cerrar esta respuesta. En la sociedad en que estamos, en Europa, en nuestra época, si un pueblo o persona no aspira a un marco estatal propio, a una organización propia de su convivencia, se condena a malvivir en la realidad ajena. En otro Estado. Opresor, ocupante, con otra identidad, lengua, soberanía… Porque no hay lugar para vivir fuera.