Soberanía y usurpación

Algunos conservamos la esperanza, de que a fuer de reiterativos, ciertos asertos, mantenidos como axiomas por quienes detectan coercitivamente -manu militari- el poder político, se diluyan en su propia inconsistencia. En cualquier sistema democrático la soberanía emana del pueblo. Así la formularon los teóricos de la revolución francesa. El pueblo se otorga su propio orden jurídico. ¿La soberanía está en el Estado? La teoría hegeliana de trasladar la soberanía al Estado puede encaminarnos hacia espacios autoritarios e inhumanos, a no ser que se especifique claramente que el tal Estado la ejerce comisionado por el pueblo. Mucho se podría puntualizar y por supuesto discrepar sobre estos mínimos y elementales conceptos. ¿Cómo no lo voy a asumir?

Y podemos disentir sobre el concepto de pueblo, sobre sus mugas, su historia, su cultura y sus derechos; pero en una mesa, no en comisarías ni en juzgados. Lo que no es de recibo es que, pongamos por caso, un francés, un valenciano o un extremeño, o las avt. o covite -evidentemente siempre mencionando lo de la Brunete- pretendan incidir resolutivamente sobre la opción libre de Euskalerria, de Cataluña o Gibraltar para sentirse, si así lo desea, un pueblo diferente y soberano. Yo, al menos, si estuviera en mi mano, evitaría ser parte de un Estado con semejante calaña de demócratas. Me imagino sus métodos democráticos a la hora de vender sus ideas, cuando aún permanece en carne viva su eclosión franquista.

Hoy, cuando tanto políticos catalanes como peneuvistas se acercan a Madrid para pedir competencias, uno se pregunta: ¿acaso esas competencias que con tanta humildad y servilismo se solicitan han sido patrimonio legítimo e inherente del Estado español? Muchos catalanes no ignoran que en 1716, tras el «decret de nova planta», se les arrebató su soberanía. El ejército español torturó, ahorcó y asesinó a muchos de sus patriotas. ¿Qué vamos a decir los nabarros? 1512, 1521, 1842, 1895… son fechas dramáticas para nuestro pueblo. Un goteo de sangre y de usurpaciones que Castilla o el Imperio español, tanto monta, ejercieron sobre nuestro pueblo. Sabiendo esto, ¿no es vergonzoso el talante de estos políticos cuando van a mendigar lo que nos robaron? Co-soberanía, conciertos económicos mezquinos, reconsideración de sentencias y tribunales denigrantes y beligerantes… ¿Eso es lo que les emociona?¿Estos son nuestros tribunos? Una de dos: o se sienten cómodos con los patricios del Estado invasor -caso de los joteros del parlamento de Iruña- o se les encoge el irrintzi jeikide en los umbrales de los ministerios. ¡Co-soberanías os van a dar a vosotros los Bono, Chávez e Ibarras…!

Si los bascos y catalanes tenemos la certeza de que exigimos lo nuestro, lo que nos robaron, ¿a qué tantas consideraciones? Sí, efectivamente, ellos posen los medios coercitivos, y nos cuelgan de sus leyes y constituciones, y nos someten a sus contubernios jurídicos, y nos echan arbitrariamente a sus fuerzas del orden, pues digámoslo abiertamente. Ellos en todo momento deben saber que sólo por la fuerza, que no por la razón, nos acogotan con sus represiones. La última expresión de nuestro desideratum es la soberanía.

Mesas de partidos, mesas de organismos sociales… Las odian. Ellos se sienten eufóricos en las mesas de Camacho, el de las bodas del hidalgo de la Mancha. ¿Qué podemos esperar de un Estado, incluyo la monarquía, que se ha gestado -lo sabe cualquier historiador mínimamente honesto- a cuartelazos? Y todos sabemos el aroma humanista que rezuman esos ambientes caquis y asilvestrados.

Alguien decía que un pueblo es una comunidad de cultura e intereses que ningún político puede crear de manera artificial. Irak, Sahara, Afganistán y tantos otros pueblos, si la O.N.U. y los sinvergüenzas que la prostituyen les dejaran hablar, tal vez en respuesta solo nos ofrecerían una mirada de odio y postergación. Sería el silencio de los esclavos democráticos. Sin duda, bastante menos humillante que el servilismo de aquellos que gritan independencia el día de los comicios, o que el papanatismo inconsciente de los que bautizan estadios con el sagrado nombre de lo que un día fue un Estado soberano.