Los desvaríos del constitucionalismo español

En 1808, Murat convence a Napoleón para que la junta de Bayona elabore un texto constitucional para España. Las derrotas militares de los franceses, especialmente la de Bailén, impidió la vigencia del texto. Desde este primer, vamos a decir ensayo constitucional, hasta nuestros días, se han promulgado varias «Cartas Magnas»: Las de 1812 -Constitución de Cádiz, la Pepa-, 1837, 1869, 1876, 1931 y la actual de 1978. Una simple mirada basta para determinar la estabilidad de estas normas. Lo habitual es que sean las fuerzas reaccionarias, monarquía, aristocracia militar, alto clero, oligarquía, quienes las deroguen -sobre todo las que planteen avances sociales-, o las compongan a su medida, como la canovista de 1876, un bodrio engendrado a gusto del consumidor, monarquía y alta burguesía.

El integrismo español, con alma de cristiano viejo, de gran capitán y de latifundista, se enquistó en la vieja sociedad estamental y se opuso sistemáticamente tanto al desarrollo industrial como a la reforma agraria. Esto le supuso años de retraso respecto a los principales estados europeos, tanto en su talante democrático, como constitucionalista. De hecho siempre se ha encontrado más cómodo en los regímenes autoritarios; no es necesario matizar… Si añadimos a esto su rabioso centralismo, ya tenemos el perfil del perfecto hidalgo carpetovetónico.

No parece pues coherente que quienes se han puesto por montera las constituciones, o las han modificado cuando no se ajustaban a su sistema de privilegios, se aferren tan empecinadamente a su inmutabilidad cuando surge un Plan Ibarretxe -de humilde y mendicante cosoberanía-, o un nuevo Estatut. Sin duda no se les escapa la endeblez de tal pretensión. Tampoco deben ignorar, aunque se encabriten sus neuronas, que las constituciones están al servicio y al arbitrio de una u otra colectividad, y que en ningún caso deben encorsetar la libertad de las aspiraciones de esas colectividades. ¿O sí lo ignoran?

Es entonces cuando los argumentos de estos demócratas de «todalavida» ya no resultan ni consistentes ni convincentes, cuando se vuelcan a proclamar la sagrada unidad de la patria.

Ante esto, ¿qué podemos pensar quienes creemos que la cohesión de España se sustenta en sables, tricornios, conjuras de hisopos y juicios sumarísimos? ¿Qué hemos de decir cuando la cúpula militar, mantenida con nuestros impuestos, sale a la palestra entonando las viejas cantinelas del imperio hacia Dios o la España de los valores eternos?

El coronel Wilde, comisionado por el gobierno británico, fue testigo del convenio de Vergara, y en su informe secreto al Foreign Office reconocía que el pueblo basco no aceptaba las condiciones de aquella «paz». Lo que allí se ofició no fue más que un contubernio entre militares, el ínclito Espartero y los generales La Torre y Urbistondo, representantes del traidor Maroto. Aquello no pasó de ser un intercambio de medallas y prebendas entre los mandos militares, a espaldas del pueblo. Es uno de tantos episodios más del saqueo del Fuero y de los derechos de nuestro pueblo. Es así, de esta guisa, como se ha ido confeccionando esta dichosa y sacrosanta unidad nacional. Aunque al parecer no debió de ser tan sacrosanta ni tan idolatrada, si consideramos las renuncias que han hecho de ella muchos pueblos, algunas tan recientes como las de Filipinas, Cuba, Sahara. La metrópoli no debía de ser tan buena madre para tales hijas.

Y se alude a la solidaridad… Es impúdico, cuando no macabro, hablar de solidaridad en estos momentos en que los pobres de la humanidad se rompen sus venas en las alambradas de Ceuta y Melilla. Preguntemos en Bolivia, o en el Sahara occidental, o en el propio Marruecos, a ver que piensan de la solidaridad de su antigua «patria»

Tampoco entiendo que a catalanes y bascos se nos tache de insolidarios desde ciertas autonomías cuyos presidentes se han atiborrado de fondos de cohesión, sin que al parecer el desarrollo de sus pueblos lo hayan notado. ¿Porqué no se encaran con los grandes «lobbys» hispanos que raciman euros a espuertas, o con sus gobiernos centrales, que en realidad son los que manejan el cotarro crematístico?

«Sin violencia caben todas las propuestas». Nos lo han repetido hasta el hartazgo. En realidad, la historia nos enseña que el centralismo español, inequívocamente, ante ciertos enunciados que impliquen un grado más de soberanía, por mínima que sea, o se blinda como una tortuga o te levanta el sable. Es lo que está pasando con la presentación del Estatut. ¿Quien negará que su gestación ha sido un modelo de labor negociadora, democrática y parlamentaria? Pues bien, no hay más que oír las ondas episcopales, en cuyas venerables alas quiso que me enredara la veleidad del dial, para atestiguar la tormenta apocalíptica que se ha fraguado. Y de verdad, consiguen estremecerte los entresijos con sus apelaciones al espíritu de la Cruzada y con sus diatribas contra los bolcheviques y los separatistas. Parecen soñar con resucitar los tiempos en que los paisanos más humildes rebosaban en las cunetas muertas o los más inmediatos en que el dictador paseaba bajo palio sus criminales megalomanías. ¡Dios, qué ira y qué odio vomitan y qué poco importa a la beatería el 5º mandamiento!

Evidentemente, el concepto de nación es tan dinámico y evolutivo como la propia historia. Hoy mismo no parece gozar entre los estudiosos de una total univocidad y sin duda por su propia naturaleza siempre se mantendrá cambiante. Pero es cierto que existen unos derechos humanos que nos permiten afirmar que el concepto de nación ha de estar vinculado a las aspiraciones democráticas de una colectividad que se defina y se determine como tal. Que le permita estructurarse política y culturalmente en una solidaria ósmosis y endósmosis con otras colectividades. Por supuesto que cabrían diversas matizaciones, y negociaciones, y pactos. Pero nunca imposiciones.

Lo que deben entender los poderes fácticos españoles es que un día se le pueden atascar las rotativas atiborradas de tanto infundio, insulto y tergiversación. Que se pueden atragantar con tantas amenazas y bravatas, e incluso que se les pueden oxidar sus tanques. ¿Cómo esperarán que reaccionen los pueblos sojuzgados durante siglos? ¿Como Lituania, Eslovenia, Croacia, por citar algunos? ¿No merecería la pena construir un nuevo ámbito (europeo…) donde todos podamos ir entendiéndonos conservando cada cual, su entidad, su soberanía y su libre decisión?