El Odio a Cataluña

En la Alemania de los años 30 del siglo XX, tras el ascenso democrático de Hitler al poder, el antisemitismo se extendió por todo el país con la colabora-ción inconsciente de todos aquellos alemanes de buena fe que se negaban a reconocer la existencia de una bomba de relojería en el seno de la sociedad alemana. Sin embargo, el antisemitismo existía y la bomba estalló. Fue enton-ces, en 1942, cuando comenzó la «solución definitiva de la cuestión judía» cu-yas consecuencias, con seis millones de víctimas, son de sobras conocidas. Aun así, con un desprecio absoluto por los supervivientes de aquella atrocidad, cada día surgen más comunicadores e intelectuales que practican el negacio-nismo nazi en un intento de maquillar los hechos. Pertenecen a la misma clase de seres que practican el negacionismo franquista. Según ellos, el terror nazi no fue más que una sugestión judía y el terror franquista un juego de niños. La diferencia entre ambos terrores, es que mientras el nazismo en Alemania está perseguido el franquismo en España está protegido.

Pero no es en la barbarie nazi donde quisiera centrar la atención del lector sino en la fase previa a su estallido. Al principio, el antisemitismo, no tenía una cara atroz, no mostraba toda su peligrosidad, se limitaba a pequeños brotes de ra-cismo que el conjunto de la sociedad consideraba casos aislados y propios de cuatro exaltados. Fue así como el prejuicio racial contra los judíos se extendió. Poco a poco, los conflictos verbales dieron paso a acciones discriminatorias y después a vejaciones y más adelante a agresiones violentas. Se fomentaba el odio étnico a través de periódicos y emisoras de radio, se difamaba a los judíos con mentiras y calumnias, se forjaba un prejuicio racial contra ellos, se empu-jaba a la sociedad a repudiarlos y se sembraba en los propios judíos la semilla del autoodio hasta avergonzarlos de su identidad. Conseguido esto, toda agre-sión a un judío resultaba justificada y, en cierto modo, propiciada por la misma víctima.

No hace mucho, el diario El Mundo, todo un referente de la inmundicia contras-tada, publicaba una relación de los comercios regentados por catalanes en Ma-drid con el fin de promover su estigmatización y cierre. Como consecuencia de eso, muchas tiendas han visto pintadas sus puertas y paredes exteriores con frases alusivas a la identidad catalana de sus propietarios conminando a la gente a no entrar en ellos. Por otro lado, los catalanes residentes en Madrid aconsejan a sus compatriotas que van de paso que no hablen en catalán en público y una mujer fue expulsada recientemente del interior de un taxi en esa ciudad por el simple hecho de ser catalana. Todo iba bien hasta que le sonó el teléfono móvil y, atendiendo la llamada, se puso a hablar en catalán. «¡Abajo!», gritó el taxista deteniendo el vehículo de inmediato, «¡Yo no llevo catalanes en mi coche!».

¿Se da cuenta el lector del racismo que entraña este hecho? Pues bien, esta es la situación actual en España en torno a todo lo que es catalán. Dado que no hay diferencias morfológicas entre catalanes y españoles, la manera que tienen los segundos de identificar a los primeros es la lengua. La lengua se ha conver-tido en la pigmentación de los catalanes, en aquello que les delata y provoca su persecución. En la calle, en el metro, en el autobús, hay que mantener ocul-ta la identidad ante el peligro de ser despreciado o agredido. A este punto han llegado las cosas, y para tomar conciencia de la gravedad de los hechos basta con cambiar la nacionalidad de la pasajera del taxi. Imaginemos que en lugar de catalana hubiese sido una persona negra, palestina u homosexual… El es-cándalo -totalmente justificado- habría sido mayúsculo. Pero vayamos más lejos: imaginemos que ocurriría si un taxista catalán o vasco expulsase a un pasajero de su vehículo por el mero hecho de ser español. ¿Qué repercusión tendría una acción semejante? ¿Lo consideraría España un incidente sin impor-tancia? ¿Lo silenciarían los medios de comunicación? ¿No se pronunciarían las autoridades españolas? ¿No llegaría el caso a Bruselas? Son muchas pregun-tas, ciertamente, pero todas tienen una única respuesta: ese taxista catalán o vasco sería linchado mediáticamente y la noticia aparecería en portada en to-dos los periódicos e informativos de radio y televisión como una prueba de la malignidad de Cataluña o de Euskal Herria.

Pues bien, dado que la pasajera del taxi era catalana no ha ocurrido absoluta-mente nada. Los medios de comunicación silencian el hecho, la cooperativa del taxi encubre al taxista y de escondidas se le felicita por el gesto. Ya se sabe, de acuerdo con la mentalidad española, un catalán tiene el mismo rango que un perro, y en Madrid son muchos los taxis que no admiten perros, especial-mente si se trata de perros catalanes. Alguien, de buena fe, podría pensar que no toda España experimenta esa catalanofobia. De acuerdo, admitámoslo. Pe-ro, entonces, ¿por qué se procesa a Arnaldo Otegi por inquirir al rey Juan Car-los sobre su silencio ante las torturas policiales y no se hace lo mismo con aquellos que enaltecen el odio contra Cataluña? ¿Dónde están los amigos humanistas y no nacionalistas de Joan Manuel Serrat?

El racismo español contra Cataluña no es nuevo, es secular y cíclico y sus osci-laciones están sujetas a las diferentes fases de mayor o menor autoestima de los propios catalanes. El aumento de la conciencia nacional catalana asusta tanto a España como la toma de conciencia de los negros asustaba a los blan-cos de Alabama. Y es que nunca le ha gustado al amo la altivez del esclavo. Que nadie se equivoque: El racismo anticatalán no surge de algunos políticos y creadores de opinión. Todo lo contrario: son determinados políticos y creado-res de opinión los que se aprovechan del anticatalanismo de la sociedad espa-ñola para cohesionar el voto españolista. Nadie es tan necio como para inten-tar pescar en la arena del desierto. La bomba de relojería existe y alguien está deseando que estalle.