Euskalherría, juzgada o sojuzgada

Sabido es que tras el alevoso Convenio de Bergara, Euskalherría prácticamente fue despojada de su soberanía. Espartero, Duque de la Victoria, héroe sin igual para los españoles, felón y gran villano para los bascos, jura y perjura conservar nuestros fueros, pero se apresura en abolirlos cuando accede a la Regencia y decreta la ley paccionada de 1841. En consecuencia, priva a Nabarra y al resto de Euskalherría de sus derechos fundamentales. Al negar nuestra soberanía en la administración de la justicia, los destinos de nuestro pueblo quedan, pues, en las manos y la arbitrariedad de nuestros invasores.

Ya tras la conquista de Nabarra en el 1512 la Inquisición, los tribunales y jueces de Castilla habían entrado a saco en nuestro sistema constitucional. «Ajusticiaron», degollaron o en su caso quemaron a nabarros de todas las clases sociales. Como hecho más notable al insigne Pedro de Nabarra. Expropiaron y arrasaron patrimonios, rentas eclesiales, comunales, etc. Sería larguísimo exponer todos los agravios que ha tenido que soportar nuestro pueblo desde que se nos privó de una administración de justicia propia e independiente. El asunto es tan grave y tan aciago para toda Euskalherría que supone que todos nuestros litigios, proyectos, reivindicaciones, etc, con cualquier ente del Estado queda en manos de los tribunales creados por el propio Estado. Alguien diría: nuestros conflictos con el enemigo dependen del propio enemigo.

Es un permanente robo, no sólo de la libre decisión, sino de la dignidad y en definitiva de nuestra libertad. El poder político-judicial, o lo que es lo mismo, político-policial, anula la libre decisión de un pueblo que ha tenido la mala suerte de ser pequeño y con escaso potencial militar.

Nuestra nación lleva demasiados lustros padeciendo guerras nunca deseadas, falsas promesas, sufrimiento, dolor y silencio. Y sabe que sus aspiraciones han sido y son siempre mal interpretadas, cuando no criminalizadas. Se han negado y se niegan nuestros derechos a decidir libremente como ciudadanos, y cuando los ejercemos se nos juzga y encarcela. ¿Qué tenemos que pensar cuando se nos dice que lo que queramos ser depende de la constitución, o más simplemente de la voluntad del pueblo español?

¿Y de qué constitución? ¿De la que, como apunta Francesc-Marc Álvaro, se coció tras un pacto de partidos y grupos de poder que no permitió el mínimo revisionismo histórico y que aceptó una transición donde se igualan a opresores y a oprimidos? ¿Quién, con un mínimo grado de honestidad, duda de que la transición fue una gigantesca impostura?

¿Y a nosotros los bascos qué se nos ha perdido en esa constitución, si no acepta nuestra capacidad de decisión?

Para muchos bascos este somero e incompleto prefacio es incuestionable. ¿Pero qué podemos hacer y decir, si tenemos que negociar nuestra situación con quienes ni sienten ni aceptan nuestra historia ni nuestra cultura, nuestro deseo y capacidad para dotarnos de leyes?

Aún hay algo peor: es el hecho de tener que negociar con quienes, cuando no nos odian, nos califican como poco de terroristas o separatistas. Son los que proclaman que la soberanía de Euskalherría no está en los bascos, sino en España. Evidentemente, lo que se impone no es el derecho de los ciudadanos bascos, sino el poder de las armas. Es decir, la razón de la violencia. Una razón sostenida con un impresionante poder mediático y con una caterva de seudointelectuales expertos en el campo de la tergiversación y la creación de opinión. Con semejantes medios y con tantos años de intoxicación ¿cómo no van a lograr que gran parte de los propios bascos odien y traten de olvidar sus raíces o generen, en palabras de Victor Aleixandre, un preocupante autoodio?

Así pues, está claro lo que piensa sobre nosotros la mayor parte de nuestros «carísimos» socios meridionales. Es justo reconocer que entre ellos hay una respetabilísima minoría, muy minoría al parecer, valiente y solidaria que nos entiende y nos respeta. Para ellos toda nuestra solidaridad y admiración por la bizarría que supone aceptarnos, en circunstancias tan comprometidas.

Esta es la coyuntura en que, una vez más, nuestros socios constitucionales juzgan a Euskalherría.

Muchos aún guardamos en carne viva aquella dramática, por no decir trágica, puesta en escena del juicio de Burgos. No voy a hacer consideraciones éticas sobre los «pecados» -nadie duda de que no los hayamos cometido- a que nos ha conducido la lucha por nuestra soberanía. ¡A ver si el mayor pecado va a ser nuestra humilde y pobre logística! Nuestra ingenuidad por tratar de combatir sin una Brunete y sin media docena de escuadrillas de cazabombarderos…

Pero al fin y al cabo, ellos tienen el poder y la facultad de juzgarnos, y las leyes y fuerzas del orden para hacer acatar sus veredictos.

En cambio, ¿de qué tribunales dispone Euskalherría para juzgar tanta destrucción, tantos crímenes y odios que durante siglos -así lo sentimos muchos bascos- han recaído sobre nuestro pueblo?

¿De qué se extrañan nuestros juzgadores constitucionales cuando ven que nuestro pueblo se niega a aceptar esa farsa con tintes dramáticos del 18/98? Porque tales jueces creerán lo que les interese creer. Pero para la gran mayoría de nuestro pueblo los que se sientan en el banquillo son auténticos patriotas, encausados por amar y defender la cultura y las esencias más genuinas de nuestro pueblo. Una cultura que no es ni mejor ni peor que la de otros pueblos, pero que es la nuestra.

La historia nos muestra que los grandes estados han tratado de quemar y arrasar las raíces y la historia de muchos pueblos, y al menos aparentemente suelen lograrlo. Pero, cuando menos lo piensan -dense una vuelta por algunas repúblicas balcánicas o bálticas- estos pueblos brotan de sus cenizas y recobran su soberanía y su dignidad. ¿Quién nos puede negar el derecho a soñar con ese momento, en que Euskalherría pueda acudir a los foros internacionales como un pueblo soberano y solidario? ¿Es la fuerza de la razón o la de los sables la que puede obstaculizar nuestras ilusiones?