Ilustres prendas

¿Cuántos seres humanos deben morir para que califiquemos a sus responsables como criminales de guerra? (Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura)

Algunos políticos suelen quejarse de que ciertos libros de texto falsifican la historia porque hablan del Bidasoa y no del Amazonas, del Anboto y no del Kilimanjaro, del Fuero y no del artículo 8º de la Constitución, en definitiva, miman lo cercano como forma de entender y sentir lo universal. Sin embargo, jamás se les escuchará una queja acerca de la artera manipulación que supone contar la historia mediante el consorcio de individualidades, elevadas a categoría de héroes. Unas individualidades que de heroicas no tienen, a veces, un pelo. Como señalaba el filósofo John Locke: «Todo lo que se les enseña de historia (a los niños) no consiste sino en narraciones de batallas y de matanzas. El honor y la gloria que se concede a los conquistadores que no son en su mayor parte sino grandes carniceros de la humanidad acaban de extraviar el espíritu de los jóvenes, y llegan a considerar el arte de matar a los hombres como laudable ocupación de la humanidad y la más heroica de las virtudes» («Pensamientos sobre la educación»).

Pero no sólo es la historia quien presenta como signos de perfección humana a auténticas sabandijas de secano, sino que las mismas instituciones caen en idéntica infamia proponiendo a «carniceros de la humanidad», del presente y del pasado, como modelos de conducta y de pensamiento.

Hace meses, leí la noticia de que en Londres se había inaugurado un museo dedicado a Churchill. Un político que goza de la consideración de gran hombre, cuando, probablemente, jugase también a ser un matarife de primera. Porque, ¿se puede considerar como gran hombre a un tipo que autorizó el sádico bombardeo de la ciudad de Dresde, cuando los aliados tenían más que ganada la II Guerra Mundial? Ciertamente, si el citado museo quiere ser fiel a la verdad, tendrá que explicar cómo el 13 de febrero de 1945 el orondo Churchill despreció la vida de 35.000 personas y provocó el sufrimiento de otras tantas. El museo tendrá que justificar que aquel inmenso horror se hizo en aras de provocar el terror hasta el fin. Y tendría que justificar su tan cacareada como supuesta defensa de la España republicana. El historiador inglés Richard Wigg, en su reciente obra «Churchill y Franco. La política británica de apaciguamiento y la supervivencia del régimen, 1940-1945», asegura que «Churchill no fue amigo de España».

La tesis de Wigg es que Churchill fue uno de los principales políticos que con su artrosis democrática consolidó la cruel dictadura franquista. Desde la decadencia nazi hasta el final de la Guerra, Churchill ni apostó por la colaboración con la administración norteamericana de Roosevelt, ni hizo caso de sus consejeros (Hoare, Eden, básicamente), ni de los diplomáticos del Foreign Office. Wigg reproduce una carta del general Aranda en que éste pide a Churchill que «deje de apoyar la dictadura imperante en la seguridad de que interpreta el sentir de la inmensa mayoría de la Nación y de que los intereses de Inglaterra quedarán mejor garantizados. Sólo pedimos que los ingleses no sostengan en España lo que rechazarían indignados en Inglaterra». Según Wigg, el error de Churchill estuvo en que, al escribir a finales de 1944 una carta a Franco en la que le informaba que España no sería admitida en las Naciones Unidas, omitía la causa de tal exclusión: la naturaleza opresiva y criminal del régimen.

Ignoro si a otro idiota moral, mister Truman fundador de la CIA, se le dedicará el día de mañana otro museo. Si es así, tendría que explicar aún mayores horrores. Todo el mundo sabe que el 6 de agosto de 1945 mandó lanzar sobre Hiroshima una bomba atómica que causó 80.000 muertos y 50.000 heridos. Pero todavía seguimos ignorando por qué se perpetró tal masacre humana. Y, más todavía, por qué tres días después mandó arrasar Nagasaki, que provocó 40.000 muertos.

En este contexto de «carniceros legales», miedo da que a los líderes europeos les haya entrado la picazón de meterse a semióticos y empeñarse en definir qué cosa tan enorme sea el terrorismo de los demás. En realidad, dicha urticaria semántica no es nueva. Ningún poder totalitario, y democrático, se ha librado de utilizar el inmenso poder que supone el terrorismo lingüístico. Poner palabras a la realidad es, además de interpretarla, imponerla. Por eso, llamar a ciertos grupos sociales terroristas o subversivos no es mera cuestión de protocolo. Recuérdese el libro de Víktor Klem- perer, «La lengua del Tercer Reich», en el que se describe elocuentemente de qué forma y con qué efectos nocivos se apropiaron los nazis del lenguaje. Empezaron llamando sucio al vecino, y acabaron llevándolo a una cámara de gas.

Estoy convencido de que la noción de «carnicero de la humanidad» se puede aplicar perfectamente a unos cuantos líderes políticos mundiales. En especial, a aquellos que ordenan lúcidamente no sólo Bush asesinar a millones de personas inocentes. Repugna que estos individuos tanto del presente como del pasado sean considerados como modelos de conducta. Ninguno cambió el mundo para mejorarlo. Cuando lo intentaron, lo hicieron con medios tan atroces que invalidan radicalmente sus resultados.

Entonces, ¿por qué se los tiene como héroes? ¿Tal vez, porque se trate de tipos intrínsecamente inmorales? Sí. Y así seguirá siendo, mientras se enrede el concepto de inteligente con el de hijoputa, y no con ser bueno y justo. Mientras se mantenga esta confusión, tendremos «carniceros de la humanidad» hasta el próximo paleolítico inferior. ¿Y Gotovina? Sería un héroe europeo caso de haber ganado la guerra.