Las democracias, entre la farsa y el crimen

¡Qué gran farsa la reiterativa proclamación que hacen de los derechos humanos las potencias «democráticas»! Pillajes, justificaciones legales e institucionales de crímenes, genocidios, guerras preventivas, etc.

Hasta la saciedad, hasta aburrir a los pocos que nos leen, día tras día unos cuantos iluminados nos empecinamos en denunciar la hipocresía y la codicia de los que dirigen este doliente planeta.

Digámoslo una vez más: los políticos que dirigen este inicuo sistema ni sienten, ni entienden, ni quieren la democracia, ni su efecto más consecuente: la vigencia de los derechos humanos.

Desgranemos algunos hechos. ¿Acaso sufren los del Banco Mundial cuando informan que el 15% de la población del planeta devora la mitad de toda la energía que el planeta consume? ¿Acaso reconocen que ese desfase lo provocan ellos y sus secuaces, con la colonización y rapiña despiadada ejercida durante décadas sobre el tercer mundo? ¿No es cierto que los dirigentes norteamericanos son dueños o altos ejecutivos de petroleras? ¿No es cierto que gran parte del poderío yanki se ha generado (EE.UU. es el modelo democrático que siempre se nos ha querido vender) en torno a la industria de la guerra contra el débil? ¿No es igualmente cierto que los grandes desastres de las guerras los provocan los falsamente autodenominados estados democráticos? No vamos a descubrir quienes azuzan lo que despectivamente llaman avisperos bélicos. Bélgica, Holanda, Francia, Alemania… nos podrían hablar largamente de sus turbios manejos en los Balcanes, en Ruanda y Burundi, o en Nigeria. ¿Qué decir de esa flema inglesa tan diestra en desestabilizar y expoliar los pueblos y enclaves más geoestratégicos del planeta?

¿Alguien cree que el espíritu de estos estados sea democrático? ¿Pero quiénes son ellos para dar la vitola democrática? ¿Quiénes son ellos, los auténticos monstruos del terror, para defendernos del terror que ellos generan? Los inventores de Guantánamos, Abu-Graib, de campos de tortura fantasmas, encubiertos por los colegas europeos. ¡Así que los de aquí aprenden tan fácil esos tétricos interrogatorios! Ya se sabe: bajo la tortura, cualquiera acaba siendo culpable, aunque sea de haber matado a su propia madre. Son los gobiernos «democráticos» quienes permiten e incluso planifican la tortura. Y los políticos que la toleran o la incitan desde sus despachos son tan sádicos, cobardes, degradados y vacíos de sentimientos humanos como los propios torturadores.

Dicen respetar las urnas. ¡Gran falacia! Que no gane Allende. O como en nuestros días Chavez o Evo Morales, o Hamás. Es como si sólo te permitieran elegir entre capitalismo, neoliberalismo o autoritarismo (porque esto último ya se suele admitir sin grandes alharacas).

En otro orden de cosas, ellos y sus compinches pueden emborracharse de uranio enriquecido, pero no así los que se escapan de su foto. ¡Qué hipocresía y qué miedo!

Hoy la democracia no pasa de ser una aspiración, un sueño. En general y en particular, la mayoría de los estados utilizan prácticas abusivas y dictatoriales, nada democráticas. Dice Eduardo Galeano que «los estados, que jamás van presos, asesinan por acción y omisión». Cada día contemplamos cómo en virtud del orden, de la Constitución, del desarrollo sostenible y de un sin fin de artilugios mentales, se niega la palabra a los pueblos y se les impide ejercer sus derechos a expresar libremente sus aspiraciones. La precariedad y la inseguridad laboral penden sobre el trabajador como una espada de Damocles. Se desmontan precipitadamente las conquistas sociales. Se dilapidan los recursos públicos en obras faraónicas y se destruye a pasos agigantados el medio ambiente. Es decir, un rosario de criminales despropósitos por los que habitualmente no se encarcela a los estados.

Y mas que insultante, resulta criminal e inmoral que los estados permanezcan habitualmente impasibles ante el escandaloso aumento de beneficios de los grandes holdings (acaban de anunciarse los de la Shell o del Bundes Bank). Yo no creo que en un mundo genuinamente democrático puedan caber semejantes injusticias. El hecho de que una «élite democrática» almacene y controle recursos suficientes para evitar el hambre y la pobreza en el mundo, desenmascara la verdadera entidad despótica, cómplice y criminal de tales estados. Que los estados europeos y la propia O.N.U. apoyen a estas élites nos indica la farsa que representan y lo enfermo que está nuestro mundo. Y la gran paradoja, que tan sólo podamos ser calificados como demócratas los que escapamos del hambre, de los desastres naturales y de las inhumanas pandemias. Es decir, somos demócratas los privilegiados que tenemos dinero para comprar lujo o las mínimas necesidades. ¡Qué cinismo! Evidentemente, los que no tienen recursos para vivir, tal vez por que otros se los han arrebatado, no son o no existen, no son demócratas. Como mucho son insurgentes, o ¡quién sabe!, terroristas que se rebelan contra los estados democráticos. ¡Vaya pantomima!

Si el grado de espíritu democrático se midiera por la distancia entre el poder ejecutivo y el judicial (al menos sería una marca definida, ¿quién lo duda?), muchas democracias, la española por supuesto, harían aguas. Es un tema tan evidente, tan dramático, que merecería un capítulo especial. Cada gobierno de turno se sirve a la carta presidentes de tribunales, fiscales y magistrados, según sus intereses puntuales. Se ha sustituido al juez natural por el especial que mejor se adapte a los antojos y necesidades de los políticos y grupos de presión del momento. Ante este flagrante hecho, no sé por qué a tantos tertulianos y pesebreros mediáticos se les llena la boca tan burdamente con esas flatulencias que expulsan, inaguantables esencias de corrompidas democracias y estados de derecho.

Y en esto sí que está en juego la esencia de la democracia. Esto es lo que habría de crear alarma social: el aherrojamiento de la libertad de expresión. Es bien sabido que estos estados en los que la democracia deja tanto que desear lo primero que se controla y en su caso se subyuga es la mente del ciudadano, convenciéndole de lo que debe pensar, comprar y añorar. Para eso existe un elenco de tertulianos, periodistas, pensadores oficiales, estómagos agradecidos bien pagados, que se encargan de propagar, tergiversar o callar según las directrices de los canallas (de ahí lo de prensa canallesca) que manejan los medios. Y su labor es definitiva, reconozcámoslo. Crean centros de interés de escasa profundidad humana: ese mundo rosa donde lo cretino y los bajos instintos se cocinan con un tufo insoportable al que a veces apodan «glamour». Banalizan sobre las auténticas causas de los desastres y conflictos humanos, quedándose con lo anecdótico. Venden, carentes de cualquier deontología profesional, los mensajes de sus mentores políticos sin el más mínimo celo por la objetividad. Etc. ¡Qué larga sería la lista de agresiones a la verdad y a la honestidad! Baste con decir que, si los estados estuvieran de verdad imbuidos por un auténtico espíritu democrático, borrarían de un plumazo a todos esos desertores de la verdad, que se ocupan de dar cobertura a semejantes desatinos.

Se supone que del concepto de democracia se deriva incuestionablemente la intervención del pueblo en el gobierno y en el mejoramiento de la propia condición social del pueblo. Hoy no hay tal. Son los grupos de presión y los centros de poder los que imponen a los gobiernos, sus exigencias draconianas. Consecuentemente, los pueblos se ven privados de sus derechos inalienables, hasta el punto de convertirse los gobiernos en defensores de los grupos de poder y en enemigos de las aspiraciones de los pueblos. Estos gobiernos, la mayoría, acaban plegándose a las exigencias de las instancias del capital y definitivamente traicionando al ciudadano que los ha elegido. El ciudadano no aprende. El ciudadano se decepciona y acaba abandonándose en un aciago e impotente estoicismo. Y lo más grave, el ciudadano no espabila y se sume en una preocupante y alarmante negligencia. Esto es sin duda lo que pretenden estos farsantes estados democráticos. Y los derechos humanos, el bienestar social, la solidaridad de los pueblos, pasan a ser meros enunciados hipócritas de las campañas electorales.

Seamos claros. Programen los tours operators, viajes a un auténtico estado democrático, a ver si de esta forma los pueblos recuperan el concepto real de democracia. ¿Difícil tarea? ¿Se ignora su existencia o su ubicación? Pues dejemos de vacuidades. Empecemos reconociendo que no hay tal y tengamos la dignidad para reclamarlo o construirlo. Difícil tarea, pero no imposible, si no la dejamos en manos de los políticos.