Jesús Galíndez sobre el Derecho

He leído el artículo de Iñaki Egaña sobre Jesús Galíndez como memoria recordatoria a los 50 años de su muerte, con el buen resumen que aporta sobre su vida. Pero a mí me interesa también resaltar su clara mente sobre el Derecho como principio, valorable hoy todavía positivamente, a pesar de lo que corren los tiempos. Involucrado en la guerra frente al levantamiento fascista que negó todo derecho al ser y existir de los vascos, emigró, pero supo trasladar la vida a su pensamiento (con defectos y virtudes) por medio de las letras, y tal como pienso él hubiera querido, trato de recogerlo como homenaje a su obra.

Terminada la guerra mundial sufrió las penurias del exiliado, tras lo cual el año 1946 lo hallamos en Nueva York, desde donde siguió colaborando políticamente con el Gobierno Vasco en el exilio, como delegado suyo.

Posteriormente ejerció funciones de delegado del Gobierno Vasco en la República Dominicana y de profesor de Ciencias jurídicas en la Escuela de Derecho Diplomático y Consular. Más tarde ejerció de profesor de Derecho Público Hispano-americano en la Universidad de Columbia, desde el año de 1952 hasta que fue asesinado en 1956. No entraremos a tratar éstas y otras dedicaciones, ya recogidas por Egaña. Lo que me interesa destacar es su pensamiento político en lo que respecta al Derecho, y lo voy a hacer con la cortedad de un artículo, sin acudir a la extensa obra literaria que dejó publicada en libros y revistas de todo el mundo.

Nos centraremos, pues, sólo en su obra de “El Derecho Vasco”, que considero la mejor síntesis del derecho público y privado vasco de aquel momento.

Tratando el derecho vasco como unidad, ve Euskal Herria como un pueblo común, disgregado políticamente en territorios. En el primer capítulo asienta que “los orígenes del derecho vasco están en la costumbre como repetición de actos que se consideran lícitos”. Esta cita la considero mas allá de la costumbre como Derecho, ya que pienso proclama su validación en la repetición de actos que, bien por realizados o simplemente deseados, se convierten en lícitos al ser admitidos desde las bases de la comunidad. Y a falta de leyes legítimas, es aplicable la licitud de la costumbre.

Hay dos extremos que me gustaría añadir a esta concepción. En primer lugar, el derecho al uso y costumbre cabe situarlo como derecho previo al fuero y a la legislación, y en 2º lugar, en su similar aplicabilidad de principios, consigna las diferentes sensibilidades de los pueblos que lo componen, en sus fórmulas acostumbradas. La amplitud del método ha influido en muchas situaciones de estos 20 siglos de historia conocida, y mueve a recuperar otros de la memoria perdida.

Para Galíndez, el Derecho del pueblo vasco se diferencia radicalmente del de Castilla, y lo destaca con dos aspectos esenciales: el primero porque su derecho proviene de la fuente del uso y la costumbre, mientras en Castilla es la ley. Y el segundo, porque en el País Vasco el poder legislativo lo tienen siempre las Juntas, jamás el monarca como en Castilla.

No es que yo esté de acuerdo con este 2º punto en su totalidad. La realidad del sometimiento existió y sobrepasó las normas que cita, pero sí estoy de acuerdo en cuanto que los vascos hemos tenido la legitimidad, memoria y pundonor de nación, por encima de las mentiras y engaños de las monarquías que se sucedieron.

Es decir, ha perdurado en nosotros el concepto de justicia por encima de agravios, falsedades e imposiciones. Éste fue y sigue siendo el punto de vista del pueblo vasco.

Para Galíndez, las dos instituciones fundamentales del pueblo vasco son las Juntas (en principio batzarres locales), como representación directa y democrática del pueblo y la casa solar vasca, como célula primaria del pueblo. Añade que ambas instituciones se modificaron tan pronto como entraron en los Estados Vascos dinastías extranjeras, las cuales obligaron a poner por escrito el derecho consuetudinario. Y afirma con Savigny que la puesta por escrito de la costumbre y su codificación es el murallón que mantiene viva la fuerza jurídica creadora del pueblo. Así, mientras las instituciones se fosilizan, el derecho vasco queda inerte desde la memoria.

Necesito remarcar una aclaración o extensión del concepto para el lector. El engaño que el pueblo vasco ha recibido no ha anulado totalmente su recuerdo. Así, cuando la monarquía implanta su firma como garante y defensora del derecho suscrito, asume el arbitraje entre las partes, y el derecho jurisdiccional de enmendar, corregir, modificar, o ampliar el texto, fue la trampa con la que el poder colonizador asumió y asume la potestad de ser único en la capacidad de legislar.

Pero las modificaciones posteriores no borraron ni borran la esperanza puesta por los vascos en el cumplimiento de las promesas hechas por el Poder de respetar la voluntad del pueblo. Se puede decir que ésta supervive (y de ahí que se mantenga el derecho) por encima del quebranto de promesas astutas, solapadas, y no respetadas. Todos los cambios y novedades posteriores, es decir, la creación de leyes a base de decretos, cédulas, provisiones y normativas de la supremacía reinal o constitucional, no han servido para que el vasco haya olvidado su derecho primigenio, el de su legítima voluntad.

Para Galíndez, todas las Juntas vascas son políticas, legislativas, administrativas. Claro que el Estado que las robó al asumir estos poderes es el productor del conflicto. Y lo es al suponer que las potestades hurtadas son propias como “regalías del monarca” o actualmente provenientes de una Constitución que nos resulta ajena. Mientras el Estado considere que su “derecho” no es repartible, está negando a los demás ese derecho. Lo que no dilucida el Estado es que el nuestro, el “derecho”, también y con más razón, puede y debe ser defendido. La autoridad de su defensa viene precedida de la natural existencia como pueblo, frente a la artificialidad que representa todo Estado constituido, fuera de los términos que señalan el territorio de una nación.

Galíndez mantiene que la vida vasca se sustenta en los principios democráticos que resume él mismo en ocho puntos:

1) La democracia vasca es una tradición; no es el hallazgo de la ilustración, de la revolución francesa o de la Convención. Es una tradición anterior al constitucionalismo y a la carta magna de Juan sin Tierra de 1215.

2) La constitución vasca es consuetudinaria. La soberanía plena está en las Juntas, mientras que el Rey o Señor se asignan al Señor.

3) En el primitivo constitucionalismo vasco hubo una división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.

4) Se dieron las garantías o derechos individuales: el habeas corpus, la exención de impuestos, la exención del servicio militar, la prohibición del tormento, la no confiscación de bienes, la inviolabilidad de la casa, la libertad de conciencia y las garantías procesales.

5) Del pueblo emanan todos los poderes, todos los órganos, y todo el derecho.

6) Se trata de una democracia no individualista sino familiar, no con coto universal, sino cualificada.

7) Es una democracia en la que domina la libertad y la igualdad ante el derecho. Hubo diferencias económicas y sociales, pero no hubo castas.

8) En el pueblo vasco hubo una reacción contra el feudalismo, que sólo llegó a dominar temporalmente en las luchas de banderizos. Pero las Juntas no declaran a los Jauntxos superiores feudales, sino malhechores.

Es difícil, por no decir imposible, encontrar el trabajo de un político de partido que concrete nada. Se puede definir a los actuales políticos como pragmáticos, sin índole de principios fijos, y por tal realidad, incapaces de llegar a concreciones básicas. Pero el trabajo de Galíndez baja al campo de la concreción y trata de aportar una base satisfactoria, al precisar detalles sobre las fuentes del derecho, en el derecho consuetudinario, las recopilaciones escritas, la legislación de juntas, las ordenanzas de hermandad y los fueros municipales, mucho tema para ser analizado en un solo artículo.

En cuanto a su exposición sobre la sociedad, centra su dictamen en la casa como cédula primaria, y piedra angular del edificio político y social, con sus aciertos y errores, pero dentro del campo que le tocó vivir. Sus cálculos los presupuso para el tiempo que le tocó vivir, y aún así resultan válidos y carecen de contradicción con los actuales posicionamientos.

Para Galíndez, la regulación del caserío es explícita y similar en el derecho navarro y vizcaíno y es consuetudinaria en los restantes derechos vascos. En el derecho civil, estudia Galíndez con detención la propiedad troncal, la libertad de testar, el testamento por comisario, la sucesión “propter nuptias”, la sucesión intestada, etc., para terminar con una alusión al derecho supletorio.

En cuanto al ideal de futuro, previó una confederación europea respetando la libertad de cada pueblo y aplicando esa misma confederación a las relaciones con los pueblos ibéricos, y aun entre éstos, entre las tierras vascas.

Galíndez se alegra de la coincidencia que él ha tenido con Manuel de Irujo en su obra ‘Instituciones jurídicas vascas”, y se muestra partidario del derecho germánico y contrario al latino, comprendido en los sistemas francés, italiano y castellano, a los que califica de piedra angular del individualismo exacerbado, y que –añade- se articulan en el unitarismo político y en los que la codificación ha asfixiado a la costumbre:

El parentesco del derecho vasco hay que encontrarlo en el primitivo derecho germánico y en el tradicional derecho sajón. Las instituciones desarrolladas hoy día en los países sajones serán el espejo de las instituciones vascas del futuro. Futuro que no lo encontrará el pueblo vasco en el sistema jurídico latino, radicalmente discrepante del nuestro.

No es hora de analizar su trabajo, sino de aumentarlo. Al respecto aporto lo que me dijo José Miguel Barandiarán el año 1980: “no cuenta lo que no se hace; cuenta lo que se hace”; y a este respecto, las distancias se corrigen sobre lo que hay, no sobre lo que no se ha hecho. Galíndez marca una partida.