A vueltas con Günter Grass

Hace unos días, el periódico «Abc» afirmaba con toda la mala uva que pueda contener un titular que «Grass pidió en 1969 a un ministro socialdemócrata que revelase su pasado nazi». Un titular que podía haberlo sustituido por este otro: «¡Grass, el hombre inmoral! ¡Exige hacer a los demás lo que él no hace!».

Sin embargo, la comparación entre ambos personajes no tiene color, que diría Goethe. Mientras que el ministro de Economía Karl Schiller, al que se hace referencia, fue hitleriano adulto, Grass, lo fue siendo un mocoso, sin responsabilidad política alguna.

También se escandaliza el papel de Zarzalejos de que Grass arremetiera en esa misma época contra Karl George Kiesinger, canciller de la Gran Coalición, porque había sido miembro del partido nazi entre 1933 y 1945. Kiessinger, recordaba Grass, «había desempeñado posiciones importantes en el Tercer Reich hasta el final, sin vacilar por un solo momento pese a los crímenes de los que tuvo conocimiento. El hecho de que Kiesinger fuera canciller representaba un insulto a la resistencia contra el nazismo». Lo cual era verdad.

Aunque los abeceros siguen en su persecución inquisitorial de no exculpar a Grass por su fugaz pasado en las juventudes hitlerianas, lo que más les repugna es que exigiera a los otros denunciar su pasado hitleriano, y que él ocultara el suyo. Un argumento ad hóminem en todo su esplendor: «No hace lo que dice, por tanto todo lo que diga es basura». Claro que entonces uno preguntaría: ¿cómo permitió «Abc» que en su suplemento de cultura se presentara a Grass como un «gi- gante de las letras universales», debido precisamente a su compromiso cívico y a su inigualable literatura? ¿Acaso no sabía el omnisciente periódico que Grass había sido un adolescente fascinado por Hitler?

Porque conviene hacer constar que desde 1979 disponían los sabihondos del papel de Zarzalejos de un librito titulado «Ensayos sobre Literatura», editado por Fondo de Cultura Económica, donde, en el artículo «Cómo se lo decimos a los niños», Grass confesaba su pasado «atroz» y muchas cosas más. Cualquiera que lea este opúsculo percibirá que en Alemania ya se sabía que el autor de «Años de perro» fue hitleriano en su adolescencia. Sencillamente, porque él lo había confesado. En este texto, cuenta Grass que sus hijos le preguntaban: «¿Por qué Kiesinger fue nazi? ¿Cómo fue exactamente eso de los judíos?». Y la pregunta capital: «¿Qué hacías tú entonces?». Contesta Grass: «Me resultó relativamente fácil esclarecer mi propia biografía, la de un niño de las juventudes hitlerianas que al finalizar la guerra tenía 17 años y se convirtió en soldado todavía con el último reclutamiento: era demasiado joven como para haber incurrido en culpa alguna».

Pero los hijos no se dan por satisfechos y le vuelven a preguntar. «¿Pero si hubieras sido mayor?». Entonces Grass responde: «No hubiera habido manera de excluirme de la participación del gran crimen, de contar sólo con unos ridículos cinco o siete años más».

Lo que resulta curioso es que sólo se intente poner en la picota de la incoherencia moral a Grass. Estaría bien dar un paso más, y comprobar si Grass sólo arremetió en esa década convulsa de los 70 contra estos gerifaltes del nazismo, hábilmente reciclados en la democracia cristiana y socialdemocracia alemana, respectivamente; como aquí hicieron tantos fascistas franquistas reconvertidos en demócratas de toda la vida. ¿Por qué no se recuerda también la cómplice actitud que tuvo la Iglesia con el nazismo? Porque, del mismo modo que Grass arremetió contra Kiesinger y Schiller, también lo hizo de forma más virulenta contra la Iglesia católica alemana. ¿Acaso no interesa a los sabuesos de «Abc» recordar los textos furibundos de Grass contra la Iglesia? ¿Acaso es más inmoral la actitud de Grass que el silencio de la Iglesia ante la barbarie nazi que conocía de primera mano? En 1979, sostiene Grass: «Hasta la fecha no se evalúa la complicidad decisiva que tuvieron las Iglesias católica y protestante en Alemania, a pesar de que la responsabilidad común de ambas en Auschwitz queda comprobada por su aceptación del crimen». Apelar a un «¿Por qué, Dios, por qué?», como hizo el experto en logomaquias transcendentales, Ratzinger papa, en su visita a Auschwitz, es cinismo teológico. La palabra más brillante del curriculum divino es «silencio». Ratzinger debió sustituir Dios por Iglesia, la que él preside. Y, entonces, haber clamado: «¿Por qué la iglesia no protestó públicamente contra los crímenes que se estaban perpetrando en Auschwitz?». Que es lo que Grass recuerda en ese opúsculo y con matices: «Salvando el valor de algunos individuos que obraron en contra de las instrucciones de su Iglesia y de la aislada confesión de culpa presentada por la Iglesia protestante de Stuggart, desde Auschwitz las instituciones cristianas al menos en Alemania se han hecho indignas de toda pretensión moral».

Esto es lo que no se quiere recordar del discurso «incoherente» de Grass. Menos gustará oír lo siguiente: «Los que permitieron el crimen no fueron salvajes ni bestias con figuras humanas, sino los representantes cultos de la religión que predica el amor al prójimo; su responsabilidad es mayor que la del culpable aislado bajo los reflectores, llámese Kaduk o Eichmann». En su ciudad natal, Danzig, cuenta Grass que los obispos de ambas Iglesias no clamaron ni una sílaba contra el incendio de las sinagogas de Langfuhr y Zoppot en noviembre de 1938, y la entrega de la reducida comunidad judía al terror del Asalto 96 de la SA.

Grass tenía entonces 11 años, y, como él dice, «a pesar de pertenecer a las juventudes hitlerianas, era un católico creyente». En la Iglesia del Sagrado Corazón, en Langfuhr, recuerda, «no escuché ninguna oración en nombre de las judías víctimas de la persecución, mientras que sin pensar repetí muchas plegarias por el triunfo de los ejércitos alemanes y el bienestar del Führer, Adolf Hitler».

A la pregunta de «cómo se lo decimos a los niños», Grass responde de modo teatral y efectista, pero seguro que no gustará a quienes defienden a la Iglesia oficial: «Vean a los farsantes. Desconfíen de sus bondadosas sonrisas. Teman sus bendiciones. Los fariseos bíblicos fueron judíos, los actuales son cristianos».

Grass no sólo desveló su pasado hitleriano. Fue valiente y acusó a figuras políticas importantes, pero, sobre todo, y esto apenas se enfatiza, condenó el oportunista silencio de la Iglesia oficial, católica y protestante. Quizás sea por esto por lo que algunos se empeñen en elevar a Grass a la categoría de representante universal de la incoherencia ética. Si es así, prefiero mil veces esta incoherencia a la eterna coherencia inamovible de la santa madre IglesiaŠ con el Poder. –