De xenofobias y rechazos

Resulta desconcertante descubrir la escasa solidez de los significados en que nos sostenemos cuando vadeamos los tsunamis que nos lanzan los políticos en sus discursos cotidianos.

Ya sé que, tras la conmoción provocada por la catástrofe del mar Índico, abusamos de la figura del tsunami, demostrando una lamentable falta de imaginación para crear imágenes más originales. Pero, la ofensiva mediática y política que se ha desatado desde Madrid, desde los medios de comunicación españoles, a raíz del avance del Plan Ibarretxe en el Parlamento de Gasteiz, ¿no se está desplegando a modo de tsunami, en forma de oleadas avasalladoras que todo lo invaden, lo infectan, lo arrasan, que llegan una tras otra a nuestras orillas sin dejarnos apenas aire para respirar ni una altura mental desde la que contemplar el fenómeno desde el sosiego?

Pero no pretendo hablar tanto del asunto Ibarretxe, y su efecto tectónico en el movedizo subsuelo español, como de los significados que nos inundan, las olas que nos ahogan, los golpes de mar que nos aturden y descolocan más de lo que estábamos.

Informe sobre la inmigración

Hace unos días se publicó un informe sociológico que cuantificaba las actitudes vascas ante la llegada de distintos colectivos de inmigrantes. Y mi capacidad de mantenerme a flote en el entendimiento de la realidad se fue al carajo. Según el Observatorio Vasco de Inmigración del Gobierno Vasco, «sobre la actitud de la sociedad vasca hacia los inmigrantes, existe un «preocupante» índice de opiniones y sentimientos de rechazo hacia los extranjeros».

De entrada sorprende que el informe no dé datos de qué población hablamos. Datos de los problemas concretos, sin demagogias, que genera un fuerte flujo de inmigración: problemas de escolarización, familiares, de marginación, desarraigo, violencia de género, delincuencia, cambios en la pirámide de población, en la composición de la estructura productiva… Algunos de los cambios conllevan ventajas y beneficios, por supuesto, pero esconder el apartado problemático es flagrante engaño.

En este capítulo existe otro punto sumamente delicado, que se oculta y se manipula, al sacar la inmigración de contexto. Es decir, se obvia que aquí sufrimos un largo conflicto con el Estado, y precisamente muchos de los aspectos críticos de la inmigración entran al tema a saco. A saber, bastante tiene esta sociedad vasca, desnacionalizada, aculturizada, con defender su patrimonio: cultural, identitario, histórico, lingüístico… Porque es cínico levantar la voz para reclamar los derechos de los inmigrantes (que por supuesto hay que defenderlos) cuando no se reconocen los mínimos de los oriundos.

Así, se ignora el impacto que los inmigrantes pueden causar en una lengua minorizada, sin apenas recursos, como el euskara, cuando por pragmatismo estudien el idioma que tienen más a mano. No el del lugar, sino el castellano, que les da más opciones de trabajo, o de trasladarse a otro sitio, a lo cual tienen, lógicamente, todo el derecho. Pero a nadie hemos oído reclamar las medidas preventivas ante el efecto que esa oleada de gentes foráneas va a causar en la transmisión de la cultura, en la euskaldunización, en la pérdida de referentes, en el arraigo que la población de este país ha tenido tradicionalmente con su entorno natural, en el olvido del patrimonio histórico.

Rechazos

Está claro que hay mucho interés por los problemas foráneos, y muy poco por los autóctonos. Al contrario (y pasamos al segundo punto de los significados deslizantes), como de costumbre, el problema somos los vascos. Se analiza, se cuestiona, se observa nuestra actitud ante los recién llegados. En ningún momento se considera la actitud con que vienen los que llegan, a dónde creen que llegan (¿a España?, a Navarra, a Euskal Herria, a un país ocupado), cómo nos ven a nosotros, como trabajadores, como ricos, como blancos… Es un buen sistema, ya muy utilizado, para culpabilizarnos.

Pero mucho más grave es la actitud del tsunami español de que hablamos. Dice el informe que «Siete de cada diez (vascos) defienden restricciones al libre acceso de ciudadanos extranjeros». No acabo de entenderlo. ¿Qué hace la policía de los EEUU en sus aeropuertos, ante la llegada de cualquier viajero? ¿No hay controles? ¿No hay restricciones? ¿Qué hace Europa con respecto a la inmigración africana? ¿Qué está ocurriendo en el Estrecho, con las pateras, en las costas canarias, con la llegada de embarcaciones llenas de subsaharianos? Que yo recuerde, jamás los vascos han promulgado una ley de extranjería que hundiera en el Ebro los autobuses de inmigrantes murcianos o extremeños. Eso es un crimen; lo que se hace en el Estrecho.

¿Se plantea en esos términos el rechazo de los vascos? No. Seamos serios. Rechazo, xenofobia y racismo es lo de Savater, que ha titulado su último bodrio «Contra el pueblo vasco». Restricciones a los derechos ciudadanos son las del ministro Bono al mentar las fuerzas armadas si a alguien se le ocurre mover el territorio. Como dice Teo Uriarte, «recordar que todo orden político al final se asienta en unos instrumentos de coerción necesarios resulta una ordinariez, cuando en otras democracias forman parte de lo sobrentendido». Bono, el Ordinario. Para rechazo totalitario, el de los obispos de la Conferencia Episcopal: «resulta moralmente inaceptable que las naciones pretendan unilateralmente una configuración política de la propia realidad y, en concreto, la reclamación de la independencia en virtud de su sola voluntad». Y así podríamos hilar un largo suma y sigue de despropósitos xenófobos, antivascos.

A la inversa, y absolutamente en contra del informe que nos ha presentado el Gobierno vasco, citaría la experiencia que tenemos en nuestro país, abierto a la inmigración de otros tiempos, mucho más intensa y agresiva que la actual. Para demostrarlo me basta una cita periodística, de un reportaje, por cierto, nada dudoso de complacencia con la sociedad vasca: «José y Tashira, naturales de un pueblo pesquero peruano, llegaron a Euskadi tras vivir dos años y medio en Madrid. Antes habían residido dos años en Buenos Aires. «Ser inmigrante -afirman- es diferente en Madrid que en el País Vasco. Aquí (en Euskadi) nos sentimos personas. Allí nos trataron como a perros»* .

*El País, 1 de septiembre de 2004.