Carlos el Malo, entre villanos y republicanos

«Ese hombrecillo de movimientos felinos… participaba de la naturaleza de la serpiente y del tigre, y sabía muy bien retraer las uñas delante de la persona a quien se proponía estrangular». Son palabras del escritor del s.XIX, Mr. Simeon Luce.

De Carlos el malo se ha dicho de todo. Para Moret, quizás contagiado por la vigente visión teocrática de la monarquía, no fue tan malo. El ajusticiamiento de los infanzones fue un crimen brutal. Estaba la venganza por el plante de éstos ante las tropelías y abusos de los gobernadores y funcionarios franceses. Para el pueblo, auténticos sátrapas. Una vez jurado como rey por los tres estados y levantado en el escudo, desveló «su talante». Como apunta el propio Moret, para ejemplarizar y hacerse temer.

Campión, y no seré quien dude de la honestidad de nuestro docto polígrafo, asegura que estos caballeros eran nobles, probos, íntegros. Los infanzones, es bien sabido, surgen para defenderse de las fechorías de malhechores y hombres de linaje. Tratan de limitar los desmanes de la Iglesia y de los ricos-hombres. Velan para que los monarcas se atengan escrupulosamente al cumplimiento del fuero, tratando de limitar su poder. Evidentemente la monarquía y la alta nobleza los despreciaban y les imponían multas y ejecuciones.

Tras la dinastía Ximena se instalan las francesas de Champagne, Capetos, Evreux… Jerarcas formados en la cultura feudal. Tratan de ganarse con mercedes y privilegios a la alta nobleza navarra, pero saquean el trabajo y el bienestar del pueblo llano y de las clases medias.

Carlos II derrocha en guerras y en lujos, lo que conlleva la dilapidación de gran parte del patrimonio real. Todo su reinado es una agobiante sucesión de exacciones y demandas de dinero a las cortes. Este hombre, de natural ardiente y violento, cruel, vengativo, malo, según Moret, por «odios ajenos y defectos propios», no fue tan malo. Tenía sus virtudes. Piadoso y religioso con Dios, profesaba un férvido amor a la Virgen de Uxue. Le regaló el pórtico y numerosas joyas y su propio corazón. Mostró interés por la agricultura, la industria y las artes (en el escaso tiempo que le dejaban las guerras y los chanchullos palaciegos). Eso sí, mostraba una gran largueza con los caballeros que apoyaban su gobierno y transigían con sus crímenes. Al que no se plegaba a sus designios, como a Rodrigo Uriz, sin ninguna formalidad legal, sin el menor reparo, lo mandaba acuchillar…

A pesar de todo esto, con una visión sincrónica de su época -circunstancias atenuantes de la época diría Campión-, la vida de este monarca no pasaría de ser un episodio habitual y paradigmático. Hoy día -si exceptuamos a Marruecos, Arabia Saudí y algún otro estado islamista-, estos regímenes monárquicos, tiránicos y omnipotentes, «emanados de Dios, Alá, o si se quiere del ombligo de Vishnú», gozan de mejor vida.

Otras monarquías, las de los regímenes llamados democráticos, no pasan de ser un fenómeno puramente anacrónico. Anacrónico, oneroso para el erario, socialmente injusto e improcedente, etc. Por supuesto, para gran parte de la ciudadanía. Y otras consideraciones que, dado lo delicado de la cuestión, resultaría arriesgado desvelar.

Traigo a colación las fechorías y «virtudes» de Carlos el malo por ser tan próximo a los navarros. La misma motivación me aportaría cualquier otro ejemplar: Felipe el Hermoso, el zar Nicolás, Guillermo y Máxima… Trato, sin más, de hacer una breve valoración sobre los beneficios o maleficios de las monarquías sobre los pueblos.

Diríamos que los pueblos tuvieron que cruzar toda una larga noche de oscurantismo y esclavitud hasta arribar a las sociedades democráticas (o lo que sean). Afortunadamente, hasta el halo romántico que en su momento gozaron, se desvanece. El mito de las sangres azules. Pura excusa para ocultar el rojo escarlata de los crímenes e injusticias que fundamentaron las instituciones reales. El «glamour»: dispendios, orteradas y malversaciones (dinero público, sudor de la gleba, hambre del campesinado…) de emperifolladas Sisis y petimetres y mentecatos de un mundo fatuo y podrido. ¿Cariño, glamour o estupidez? ¿Respeto u odio y terror? ¿Involución, déficit democrático, sopor social? Es peligroso generalizar, pero la historia es una denuncia inapelable.

Ahí está la Carta de los derechos humanos. ¿Debiera incluir la prohibición de monarquías, que no se sustenten en plebiscitos con plenas garantías democráticas.? (¿Cuál?)

No se puede pensar que los pueblos no preveían otros sistemas de gobiernos más equitativos. Podríamos llevarnos serias sorpresas.

Recuperemos las andanzas de nuestro Carlos el malo. Iruñea vive un hecho a finales de su reinado (s. XIV), cuyo sentido y mensaje quizás a más de uno pueda sorprender. Andrés de Turrillas monta «una asonada» -sedición la llama Moret- para gobernar ellos, el pueblo llano, contra los burgueses de la ciudad (regidores), lo que llaman República.

Se quejaban de la nula administración de las rentas públicas. El motín general duró 22 días. Fracasado el intento, el rey mandó ahorcar y descuartizar a Turrillas y a otros tres amotinados.

El alma de lo que constituye el fuero navarro es el derecho pirenaico. El pueblo navarro ha de convivir con la monarquía; otros espacios políticos no parecían posibles en la coyuntura histórica. Tal situación, no obstante, no definía la verdadera idiosincrasia de nuestro pueblo. La monarquía era como un mal menor. Lo verdaderamente esencial para el pueblo era el fuero y su observancia. El rey era una condición «sine qua non» para garantizar el estado y su forma de gobierno.

No puede decirse que nuestro pueblo fuera un enamorado de sus reyes. (Estornés Lasa lo aclara bastante en el caso de Carlos VII y las guerras carlistas). Los soportaban, como soportaban sus excesivos tributos, dispendios, excentricidades y tejemanejes bélicos.

Esa es la historia de Vasconia. Un pueblo que trató de pervivir, a pesar de la monarquía.