Un Tratado bárbaro

Francia y España, gobernadas por François Mitterrand y Felipe González, se opusieron a la declaración de independencia de Bosnia, Croacia y Eslovenia. La razón, tal como me comentó el año 1991 el europarlamentario y miembro de la ponencia del Consejo de Europa sobre Yugoslavia Xavier Rubert de Ventós, no fue otra que el temor a que el reconocimiento de estos nuevos Estados europeos pudiera convertirse en precedente y modelo para las naciones dominadas por ambas. Reconocimiento de la soberanía estatal de aquellos países, que por el contrario sí defendía Alemania. Luego vino lo que todo el mundo se temía, y pudo haberse evitado, la guerra serbo-croata y el genocidio bosnio. Fue, una vez más, el triunfo de los bárbaros, entre los que volvían a hallarse «nuestros Estados vecinos», al resultar cómplices de la última carnicería en Europa, continuada en Kosovo y Chechenia.

En este inquietante sentido, la Comisión encargada de la redacción del nuevo Tratado de la Unión europea, formada por doce cargos estatales y presidida por Valery Giscard D´Estaing, fiel jacobino y chauvinista, ha tenido muy presente el objetivo de asegurarse que los cuatro Estados gran-nacionales de la Europa occidental continúen su dominación sobre las diversas sociedades europeas ocupadas por cada uno de ellos: Francia (Bretaña, Navarra, Cataluña y Córcega), España (Navarra, Cataluña y Galicia), Inglaterra (Escocia, Gales e Irlanda del Norte) e Italia (Sicilia, Cerdeña, y otros).

Ocultan sus verdaderas intenciones bajo el camelo de un lenguaje seudoliberal. «El plebiscito cotidiano de los ciudadanos», consagrado por Ernest Renan en su obra Qué es la nación, dice que debe ir acompañado, del olvido necesario de la memoria histórica en lo referente a los actos de violencia empleados para el sometimiento de las sociedades y naciones hoy dominadas. Pero, ni Renan ni los actuales redactores del presente Tratado europeo exigen a los firmantes del mismo el olvido y la prohibición de los planteamientos hegemonistas, imperialistas y absorcionistas, sino todo lo contrario. Ni quieren hacer constar expresamente que esas fueron las causas de las guerras inter-europeas y que la creación de la unión fue para evitarlas.

¿Qué vamos a encontrar en el Tratado desde la perspectiva de la preterida sociedad navarra, la cual participó activamente con su propio Estado europeo en los tratados internacionales hasta 1620, que fue apartada por la fuerza del tablero de ajedrez europeo mediante la ocupación militar y la división territorial, así como desmantelada y suplantada en su Estado y Constitución a lo largo del siglo XIX, por España y Francia?

Este Tratado no recoge la existencia de los Estados europeos hibernados, violentamente subordinados por los ya citados Estados gran-nacionales -cuyos contenciosos continúan en toda su crudeza- y que además tienen la desfachatez de estrechar su alianza, integrándola en este Tratado multilateral con otros 21 Estados, al objeto de «garantizar su integridad territorial», para lo que se «asistirán mutuamente», como queda plasmado en el artículo 1-5.1 y 2 del mismo.

No se está diciendo a los ciudadanos europeos la verdad, sobre este Tratado internacional -no una Constitución- suscrito por los Estados miembros de la UE fundamentalmente para su mutuo reforzamiento y colaboración.

El texto, según la técnica jurídica y como así se denomina en el mismo preámbulo, es un tratado, firmado en Roma el 29 de octubre de 2004 por los Jefes de Estado y de Gobierno de los 25 Estados, que sustituye a los anteriores tratados. No es más que un texto refundido del preexistente entramado de tratados de la UE, donde se incluyen las estructuras institucionales ya en funcionamiento y la Carta de Derechos Fundamentales aprobada el año 2000. Este Tratado oculta verdaderos valores europeos que se plasman en los referentes de lo colectivo y la humanidad, resaltando por contra lo individual, a lo que llama de forma incorrecta «persona humana», no recogiendo la democracia realmente participativa de todos los ciudadanos.

En su articulado no figuran los derechos colectivos ni la soberanía ni la autodeterminación. Más en concreto, busca conservar intereses particulares de dichos Estados gran-nacionales. En cambio, sí es omnipresente la globalización que estos renovados imperialismos, hoy coaligados, ven como su gran oportunidad, bajo el cínico subterfugio de extender la civilización. Así lo hacen constar en el texto.

El Tratado está inspirado por el dogma del neoliberalismo globalizador, la desregulación laboral, social, democrática y económica es decir la sacralización del individualismo y el caudillaje. Recordemos que las viejas características del poder bárbaro eran la jerarquización y la privatización de lo público.

El texto del Tratado es conservador, no hay prácticamente novedades con respecto a los tratados comunitarios preexistentes. Excepto curiosamente en la política de defensa militar, que se desarrolla por primera vez como uno de los cometidos centrales de la Unión. Así, por el Art. 1.41 se crea la «Agencia Europea de Defensa», a fin de «defender» y «favorecer los intereses de la Unión» y potenciar la «cooperación estructurada permanentemente». En el Título V bajo el epígrafe de «Acción Exterior de la Unión», se recoge ampliamente el proyecto, en siete capítulos y treinta y siete artículos.

Arcaico, retrogrado y oscuro, pretende camufladamente consolidar y proyectar ideologías predeterministas, mesiánicas e imperialistas, reaccionarias en suma, de los llamados tiempos feudales y absolutistas, mantenidas en la práctica durante la época contemporánea por los Estados gran-nacionales.

Otra característica es la presencia de los intereses neoimperiales extra-europeos. Las Colonias eufemísticamente se engloban en el Tratado como «países y territorios de ultramar». Por otro lado, la vuelta de los bárbaros con Blair en Irak, ya que Inglaterra nunca ha renunciado a la parte del pastel en su antiguo imperio; Chirac, con su imperio subsahariano y la última en Costa de Marfil, sin olvidarse del Pacífico y otros mares; las sendas imperiales de España (multinacionales para-estatales, Instituto Cervantes…) hacia el resto de la península y América, son algunos ejemplos.

Hoy están traicionando a los fundadores de la actual unión europea, que habían sido en mayor o menor grado víctimas de la barbarie nazi y fascista, por lo que quisieron que Europa renaciera sobre sus grandes valores, no sólo individuales, sino también colectivos (democráticos, sociales, humanistas, soberanistas, autodeterminativos y federalistas).

Está por redactarse la auténtica Constitución de Europa, que sólo podrá nacer del previo reconocimiento de la existencia no sólo de los ciudadanos, sino de una sociedad política europea, a su vez conformada por el conjunto de las diferentes sociedades políticas plurales y nacionales, incluidas las que tienen su Estado hibernado o no reconocido. Es esta sociedad europea la que podrá proclamar, en uso de su soberanía, el pacto social fundacional, a la vez que ostentar y ejercer sólo ella el verdadero poder constituyente europeo. Mientras tanto, nos hallaremos bajo la impostura de este Tratado, convenido entre las elites gubernamentales de los Estados miembros, sobre todo para salvaguardar sus intereses. Por lo que, de momento nos inclinaremos peligrosamente hacia la Europa bárbara, y a la vez que nos vamos alejando de una Europa verdaderamente democrática, libre y en paz.