Europa, ¿un buen destino?

Las reivindicaciones independentistas de Euskal Herria y Cataluña han provocado una reacción violenta entre los nacionalismos españoles y tratan de atemorizarnos con la amenaza de que ambas sociedades serán excluidas de la Unión Europea (lo que implica que la pertenencia a España no nos reportará grandes beneficios, claro).

Pero ¿tenemos la certeza de querer formar parte de una comunidad en la que el carácter económico prevalece por encima del social? (Que nadie se escandalice. Noruega, emancipada libremente de Suecia en 1905, sin ser estado miembro de la Comunidad Económica Europea, presenta los mejores indicativos en cuanto a calidad de vida y, sobre todo, es el país del mundo en el que menos diferencias hay entre quien más y quien menos tiene). En el borrador del Tratado de la Comunidad Europea, en sus más de 800 páginas, nos encontramos una sola vez la palabra solidaridad, un poco como escondida, como avergonzada, mientras que se cuentan por decenas y en algún caso supera ampliamente la centena las veces que aparecen con contundencia y arrogancia competitividad, mercado, beneficios… ¿Podemos esperar con esos criterios una sociedad sana? A mí me parece que no.

Para la ciudadanía se trata de un ente abstracto, complicado e incomprensible, un laberinto de instituciones, siglas, directivas marco, disposiciones…, que conforman un gigante burocrático. Una institución que no necesita utilizar la opresión violenta  para someter a sus ciudadanos. Se sirve de una homogeneización absolutamente silenciosa de las condiciones de vida en el continente a través de una monstruosa recopilación de normas que ningún ser humano ha leído jamás. Una institución cada vez más alejada de la Europa real.

Es una comunidad meramente económica que afronta, precisamente en ese campo, su mayor fisura. Entregada a la especulación, no consigue conjurarla y trata de controlar a quienes se oponen a ella profundizando en su pecado originario: el déficit democrático. Para que las democracias funcionen y no se extienda el alejamiento entre gobernantes y gobernados, la política debe tener cohesión social y sentido de comunidad, no sólo credibilidad monetaria o macroeconómica. En este sentido resulta esclarecedora la actitud de la institución con respecto a la propuesta del que fuera ministro de finanzas alemán Oskar Lafontaine, de utilizar las instituciones europeas elegidas democráticamente para controlar los mercados. Se encontró con la obstinada oposición del Banco Central Europeo, no elegido, que actuaba de manera independiente, lo que nos advierte con claridad de cómo las instituciones europeas no están por un mayor control democrático y se colocan más para trabajar junto a los mercados que en su contra, desoyendo la advertencia de J K Galbraith de “evitar confiar las decisiones y las instituciones de primer nivel a gentes con mentalidad de banqueros”.La “multinacionalización” de las economías ha favorecido a los países “motor” (eje franco-alemán) frente a los países del séquito a costa, en todos los casos, de un deterioro de las condiciones de trabajo y salariales. La conquista por las empresas nacionales y estadounidenses de los mercados integrados en Europa, apoderándose, desde el punto de vista institucional, de sus economías, ha desmantelado los mercados de trabajo nacionales, desarrollando la precariedad y flexibilidad para establecer unas políticas poco preocupadas por proyectos estratégicos de desarrollo a largo plazo, en un viaje a la deriva, obsesionados por el beneficio rápido y por la inmediatez.

Nos encontramos así con que la supuesta fortaleza de los administradores de la Unión Europea es su mayor debilidad. Y lo es precisamente por su falta de legitimidad democrática. No se pueden tomar decisiones por mayoría en cuestiones importantes. Hasta ahora el entrelazamiento económico no ha producido los Estados Unidos de Europa, sino tan sólo un mercado sin Estado, en el que la política impulsa su propia pérdida de poder y engendra más conflictos de los que es capaz de resolver. La consecuencia de una política concebida como gestión de equilibrios económicos (en el sentido más limitado del término) se paga de muchas formas: bajo la forma de costes sociales y psicológicos, bajo la forma de paro, bajo la forma de enfermedades, de delincuencia, de consumo de drogas, de precariedad, de sufrimiento, de listas de espera, de graves represiones…, que conducen al resentimiento, al racismo y a la desmoralización política.

Las elecciones determinantes que nos proponen, competitividad económica o protección social, construcción europea o identidad nacional, nos dejan sumidos en la desesperanza y en la confusión, pues no queremos renunciar a ninguno de esos objetivos que, según nos dicen, son incompatibles. Liberémonos de tales discursos catastrofistas, de estas dicotomías artificiales. Europa, fuertemente estratificada, compartimentada por dos milenios de prácticas culturales originales, no puede pretender –incluso bajo el choque brutal de Internet, de las nuevas tecnologías, de las nuevas televisiones digitales, de la tecnociencia y de las mutaciones tecnológicas- disolverse en una unidad mítica. Europa es plural, Es su naturaleza. Es su cultura. Y no puede renunciar a su “elemento de eternidad”: la diversidad.

Se impone una revisión de la jerarquía de los valores y aceptar que antes de le economía y sus leyes está el ser social. Lo contrario es pisotear los fundamentos democráticos de la sociedad. Los millones de parados en Europa, el desastre urbano, la precarización general, el saqueo ecológico, el retorno de los racismos y la marea de marginados, son el resultado lógico de la aplicación de una política dependiente del poder financiero. Por decirlo con claridad: es el triunfo del capitalismo, que no ha sido precisamente la victoria de la justicia ni de la solidaridad entre las personas.

Todo eso, sin hablar de la OTAN.

 

Publicado por Nabarralde-k argitaratua