El suicidio de la izquierda española

La respuesta a la cuestión catalana ha roto el mito de las dos Españas, que tan gráficamente presentó Antonio Machado. Figura que hay dos Españas, pero ante la cuestión catalana ha salido sólo una. La otra ha dimitido, se ha escondido, ha preferido no disputar la hegemonía y en mi opinión se ha suicidado a medio plazo. La respuesta a la demanda soberanista catalana -no estoy hablando de la independencia, sino de la consulta, del voto democrático para arbitrar los conflictos- ha quedado en manos, en exclusiva, de una de las dos Españas. La otra se ha apuntado al seguidismo y ha renunciado a tener un discurso propio. Un discurso no sobre Cataluña, sino sobre la democracia. Un discurso equiparable al que pueden tener los países occidentales como Canadá y Gran Bretaña.

¿Cuáles son, en el fondo, estas dos Españas que Machado insinuó antes de la Guerra Civil? No es exactamente la derecha y la izquierda, aunque podrían llegar a coincidir en algunos momentos. Es la España que aspira a incorporarse a los valores, los principios y las actitudes de la modernidad, como los otros países europeos occidentales, y la España que se resiste a incorporarse a la modernidad, a estos principios y valores. La cosa viene de lejos: quizás cuando el tímido renacimiento español fue abortado en nombre de la Contrarreforma. La España posible de los renacentistas, de Cisneros, de Nebrija, de los Vives, fue abortada por la España de Torquemada y Felipe II. Y a partir de aquí, se produce lo que Maravall llama el corte del camino español hacia la modernidad. La Ilustración, acusada de afrancesada, derrotada por el absolutismo. La crisis del 98 en la que una España derrotada por Estados Unidos cree que un pueblo de soldados caballeros ha perdido contra una turba vil de mercaderes. La Guerra Civil, que vuelve a abortar el proceso de modernización que representaba la República.

Así pues, hay una España que, históricamente, quiere incorporarse a la modernidad, como el resto de Occidente, y una España que se fundamenta en valores esencialistas, contrarreformistas, premodernos. Ante la cuestión catalana, era lógico que la España premoderna acogiera con entusiasmo la redacción esencialista, casi mística, dictada desde el cuartel, del artículo de la Constitución que proclama la indisoluble unidad de la nación española, casi por la gracia de Dios, y al margen de todo cuestionamiento democrático. Pero la España que quiere incorporarse a la modernidad, que quiere ser como Gran Bretaña o Canadá, no tiene ninguna lógica que se apunte a estas proclamas metafísicas. No digo que tenga que defender la independencia de Cataluña. Pero no puede despreciar el derecho a votar, la consulta. Prohibir votar por razones metafísicas es propio de una España. Intentar convencer de las propias opiniones y pasarlas por las urnas sería la actitud lógica de la otra España, si hubiera sido fiel a su tradición y lo que decía hace no muchos años.

La izquierda española debería haber sido, hoy, la encarnación de la otra España, de la que aspira a incorporarse finalmente a la modernidad. Ha renunciado a ello. Ha decidido jugar en el terreno de juego y en el lenguaje de la España que recela. Por populismo, por miedo a perder votos, porque los demás le tienen comida la moral y el lenguaje, porque el nacionalismo español es más poderoso que el debate sobre la modernidad, ha puesto su firma debajo de un discurso ajeno: no a la consulta, no a las urnas, eso no se vota, eso no se toca, eso está por encima de la democracia. Perdemos todos, pero es la izquierda española quien más pierde. Ha renunciado a tener una voz propia. Ha renunciado a la herencia de una de las dos Españas.

Y que no me digan que su propuesta de combatir la consulta por tierra, mar y aire, en nombre de un muy hipotético modelo federalista, es un intento de diferenciar su propia voz. En realidad la diferencia no está en lo que se propone, sino en el método. Los bandos no son federalistas contra independentistas y contra uniformistas. Son entre los que creen que esto no se puede votar y los que creen que se debe poder votar.

Si la izquierda española creyera de verdad en su propuesta federalista, si no fuera un conejo de peluche sacado a última hora del sombrero de un mago desesperado, la usaría, en el referéndum por la independencia, para votar no. No por no votar. No para prohibir votar.

ARA