Legitimidad democrática y 9-N

En el diseño de algunas democracias hay problemas, a menudo de raíz histórica, que están mal resueltos en su diseño institucional o en su funcionamiento práctico. El tema clave no es, obviamente, la legitimidad de los estados de derecho en general, que hoy resulta indiscutible, sino qué tipo de estado de derecho resulta más legítimo y adecuado en un contexto democrático determinado.

Un aspecto decisivo de la calidad de algunas democracias es la regulación de su carácter plurinacional. Cuando hay naciones minoritarias permanentes, es decir, cuando hay minorías nacionales que siempre serán minorías demográficas en un Estado, la legitimidad liberal-democrática y la experiencia práctica apuntan a que deben estar protegidas de las decisiones de las mayorías. Se trata de una derivación del tema clásico del peligro de la «tiranía de la mayoría» que, en un sentido más general, obsesionaba a teóricos como Tocqueville, Otto Bauer, Bertrand Russell o Isaiah Berlin. La discusión normativa e institucional de las democracias (y del federalismo) ha refinado mucho en las dos últimas décadas. Hoy no se puede hablar de estos temas con la lógica decimonónica que todavía aplican algunos partidos liberales, conservadores o socialistas. A partir de los mismos valores democráticos, los derechos colectivos, la división de poderes, las soluciones institucionales y los procedimientos no pueden ser del mismo carácter si se trata de democracias uninacionales o plurinacionales.

La situación actual en Cataluña está presidida por las deficiencias mostradas por el Estado de derecho español en la regulación de su plurinacionalidad interna. Se trata de un problema estructural, histórico, en el que el desarrollo práctico del Estado de las autonomías ha fracasado estrepitosamente.

En democracias plurinacionales, los acuerdos sobre reglas institucionales son de carácter pragmático. Las técnicas existen. Pero para que los acuerdos estén dotados de legitimidad deben ser aceptados por los ciudadanos de las naciones minoritarias, y no sólo por el conjunto de los ciudadanos del Estado. Los derechos colectivos deben permitir que las naciones minoritarias puedan actuar en su país y en el mundo a partir de sus características e instituciones propias, y no como una subunidad diluida de una unidad más grande. Esta es la base del reconocimiento y la acomodación política de la plurinacionalidad.

Esto se ha revelado imposible en el Estado de derecho español. De hecho, se trata de un Estado que no sólo no protege los derechos colectivos de Cataluña, sino que permite desarrollar leyes, políticas y sentencias hostiles hacia el país y la mayoría de sus ciudadanos.

Como he dicho otras veces, razones para la independencia de Cataluña no es que falten precisamente. Sobran. Creo que las cosas se están haciendo razonablemente bien tanto desde las instituciones y los partidos como desde la sociedad civil. La mayoría de la ciudadanía impulsa las movilizaciones y actos que la enmarcan y responde de manera efectiva y entusiasta. Esta es la gran fuerza de la Cataluña actual. El liderazgo está hoy en las instituciones, en el Gobierno y el Parlamento, pero este liderazgo sería inoperante sin la acción de los ciudadanos. Es el movimiento ciudadano el que impulsa y constituye la base del proceso actual.

Previsiblemente, tras las elecciones europeas asistiremos a una teatralización de ofertas del PSOE y quizás del PP. Entraremos en la que podemos llamar estrategia Findus: ofertas de zanahorias congeladas e insípidas que no dejarán, sin embargo, a un lado el bastón de las amenazas con la arrogancia habitual. La experiencia hace pensar en que serán ofertas muy insuficientes para solucionar el tema de fondo en términos políticos, económicos y culturales, tanto a nivel interno como internacional. En Cataluña, el escepticismo constituye un ingrediente inevitable de la racionalidad política. Especialmente después de lo que muestran la historia y el desarrollo unitarista del modelo constitucional.

Para ser tomadas en serio, las propuestas de reforma deberían venir conjuntamente de los dos principales partidos españoles, una vez lo tuvieran pactado con los líderes territoriales de cada partido. Difícil, muy difícil. En el caso de que estas propuestas vengan sólo de un partido, seguiremos dentro de la historia interminable de las autonomías de fotocopia. Si finalmente se concreta esta oferta conjunta, habrá que estudiarla, pero, conociendo los actores, todo apunta a que estará basada en lógicas antiguas, incluso en el lenguaje empleado. Por ejemplo, hoy se convierte en simplemente ridículo decir que la clave es la «reforma del Senado»-en términos simétricos de diecisiete unidades-, o un aumento de ciertas competencias sin que se establezca un reconocimiento explícito de la plurinacionalidad, sin que haya garantías eficientes contra las invasiones del poder central, o sin cambiar la división de poderes en términos confederales o asimétricos en los ámbitos de la política económica, fiscal, lingüística, social, educativa, comunicativa, cultural, europea e internacional.

De ahí la importancia de conseguir la consulta del 9 de noviembre como primer objetivo colectivo del país. Lo repetiré para evitar malentendidos (que, naturalmente, es la última cosa que deseo provocar): la consulta del 9-N es la prioridad política actual. Lo es como vía de legitimidad democrática, como expresión del deseo del 75% de la ciudadanía, y como muestra de la unidad de la mayoría de las fuerzas políticas y sociales del país. Aunque su implementación práctica no depende sólo de las instituciones y de los ciudadanos de Cataluña, esta es la vía democrática más civilizada. La vía del Reino Unido. Pero la cultura política de los partidos nacionalistas españoles es muy diferente, más asilvestrada, digamos, que la de los partidos británicos. Hay que tener estrategias preparadas en escenarios políticos alternativos. Sería un error no hacerlo. En poco tiempo decidiremos sobre muchas cosas. El mundo y las generaciones futuras nos están mirando.

ARA