Una lengua, una cultura. O no

Es un debate antiguo, siempre presente y siempre lleno de confusiones. Más aún cuando un país ha puesto en marcha un proceso para definirse, o redefinirse, ante el mundo, y la cultura y la lengua forman parte sustancial de esta definición. En nuestra casa, con mucha buena fe, solemos identificar el ámbito propio de un idioma y el marco de una cultura, pero el tema es más complejo de lo que parece, y aquí sólo hay espacio para hacer algunas precisiones que puedan resultar esclarecedoras. Podemos hablar, por ejemplo, de la cultura y las culturas de la Europa medieval, unidas por la iglesia, por el latín, por la arquitectura románica o gótica y por tantas otras cosas, pero progresivamente separadas por lenguas diferentes que daban origen a literaturas y espacios de comunicación cada vez más coincidentes con el territorio del idioma. Así, en el siglo XV, la cultura catalana era sobre todo una expresión regional de la cultura europea occidental, no diferente, en tanto que tal, de la italiana, la castellana o la francesa. Pero en segundo lugar, había desarrollado un conjunto de rasgos que aparecen especialmente en los territorios donde se habla catalán, como unos aspectos característicos de las relaciones comerciales, de las instituciones de gobierno, o de aquella arquitectura que siglos después se llamó gótica. Y en tercer lugar, aparece una literatura que, tenga o no tenga contenidos específicos, se distingue de las demás por la lengua en que se expresa.

 

Pero la Europa medieval estaba hecha de fronteras poco estables, y de pueblos que no eran rígidamente estados con límites políticos precisos. Después, las condiciones cambiaron progresivamente, para bien y para mal: los territorios se cierran con fronteras vigiladas, las lenguas -no todas, claro- se convierten en instrumento y expresión de los estados, y algunos estados, con la lengua abriendo camino detrás del poder, se extienden fuera de sus límites originales. Entre el siglo XVI y el XX, aunque a menudo no lo recordemos, Europa estuvo hecha sobre todo a base de monarquías expansivas y de imperios, interiores y exteriores. Y en cada espacio imperial extendía, con unos medios u otros, una lengua soberana, que era invariablemente la lengua del soberano, o del pueblo que más directamente se identificaba: el turco o el ruso, el alemán, el francés, el español o el inglés. Entonces, no sé si se puede hablar de una cultura turca que habría llegado desde Anatolia hasta el Danubio, de una cultura rusa ocupando igualmente el Turquestán y Finlandia, o de una cultura española desde Barcelona hasta Chile.

 

Parecen ganas de hablar por hablar, pero no lo son. ¿Se podría hablar, en el siglo XVIII, de una cultura rumana o macedonia, cuando en las regiones que luego se llamaron Macedonia o Rumanía las lenguas escritas no eran el macedonio o el rumano sino el alemán o el húngaro de Transilvania, el griego de los comerciantes o el turco de la administración imperial? Quizás sí, pero se trataría sólo de una cultura «popular» sin dimensión «culta», y en todo caso no de culturas nacionales. En el otro extremo, ¿qué tienen en común las expresiones culturales del México poscolonial, de Perú y de Argentina, aparte el hecho de compartir justamente el pasado de colonias de un imperio, y de compartir después la misma lengua escrita? Quiero decir: ¿qué sentido tiene hablar de una «cultura hispanoamericana» si debe incluir por igual el pasado -y el presente- castellano, quechua, guaraní, maya y azteca? Tiene poco sentido, pero tiene algún sentido: todo tiene algún sentido en esa parte de la cultura que llamamos literatura, literatura en lengua española, claro.

 

Y lo mismo podemos decir de una cultura alemana: ¿incluye o no incluye Austria y Suiza en el mismo sentido que Baviera o Berlín? ¿Y la cultura francesa es también francesa en Quebec, en Haití y en Ginebra? Y la respuesta no es simple: según cómo y en qué, sí es una misma cultura (Rousseau es un pensador «francés», Mozart es un músico «alemán», T.S. Eliot es un poeta «anglosajón» …), y según cómo, no lo es (Amiel es un filósofo suizo, Schönberg es un músico austríaco y Byron es un poeta inglés). Y nos podemos preguntar a qué cultura «pertenece» la música del catalán Isaac Albéniz -La Alhambra, El Albaicín, Rapsodia española… -, la pintura napolitana del valenciano José Ribera, llamado el Españoleto, o la cerámica de la Alcora del siglo XVIII producida por maestros franceses: si a la catalana, la española o, en su caso, a la italiana o a la valenciana. La respuesta, la dejo para los amantes de las muchas formas de nominalismo poco dialéctico que aún circulan por el mundo. Cubierto, a menudo, con un clásico sombrero de patriota.

 

EL PUNT – AVUI