Va de patrias

Con su agudeza habitual, el domingo pasado Enric Juliana ponía el acento en cómo Pablo Iglesias de Podemos había apelado insistentemente a la patria, de manera desacomplejada, en la concentración de Madrid. Me parece un hecho muy relevante -además de previsible- que el patriotismo esté presente en el discurso de Podemos. Buena parte de la fuerza de este movimiento está en su capacidad por reivindicar la dignidad del pueblo español y de prometer restituirle el orgullo nacional herido. He ahí también el sentido de expresiones como “la soberanía no se vende”, o el hecho de denunciar la “humillación” a la que habrían sido sometidos los españoles.

No he seguido con tanta atención los discursos de Alexis Tsipras y no sé si ha mencionado la patria con la misma insistencia. Pero sí que en la víspera electoral llamó al voto con la frase “la patria está en vuestras manos”, y después de la victoria declaró que el pueblo griego había hecho historia recuperando su dignidad y soberanía. Dennis Smith, experto británico en sociología histórica, en una conferencia titulada Coping with the threat of humiliation en el 2012, y a la vista de las primeras reacciones violentas guiadas por Aurora Dorada, avisaba del riesgo que comportaba la humillación que Europa infringía en Grecia. Afortunadamente, el malestar ha sido finalmente canalizado por el patriotismo democrático de Syriza.

También la semana pasada seguí la entrevista de Mònica Terribas a Natalia Bolívar, etnóloga, amiga personal de Fidel Castro y exmiembro del Directorio Revolucionario cubano de 1956. Interrogada sobre qué había quedado finalmente de aquella revolución, Bolívar respondió sin ningún titubeo que la extensión en toda Latinoamérica del orgullo de pertenecer en un pueblo, a una etnia, a un colectivo indígena. Lo mejor de la revolución, dijo, había sido que arraigara “el concepto de amor a la propia tierra”. En definitiva, la herencia más importante habría sido el fomento del patriotismo.

Todas estas apelaciones a la patria no tan sólo no me extrañan, sino que me parecen razonables. Isaiah Berlin (Riga, 1909 – Oxford, 1979), en Nationalism: past neglect and present power (1991) recordaba: “Nadie, hasta donde yo sé, llegó ni a insinuar que el nacionalismo llegaría a dominar el último tercio de nuestro siglo hasta tal punto que pocos movimientos o revoluciones no hubieran tenido ninguna oportunidad de éxito a menos que fueran de su mano, o en todo caso, que no se le opusieran”. Berlin hablaba de nacionalismo, sí, que es el patriotismo reivindicativo de los que todavía no tienen reconocida su dignidad nacional. Y sí: los movimientos revolucionarios o regeneradores -como lo es el soberanismo en Catalunya- no tendrían ninguna posibilidad de éxito si se desligaban del patriotismo. La reivindicación social, sin la nacional, está condenada al fracaso. Pero Berlin todavía añadía: “Esta curiosa ceguera por parte de pensadores sociales en otras cosas tan agudos me parece un hecho que necesita explicación”.

No repetiré ahora las explicaciones que da Isaiah Berlin, pero sí diré que su observación se aplica perfectamente a estos pensadores que se niegan a entender qué pasa en Catalunya. Entre otros muchos, a Emilio Lamo de Espinosa, tan lúcido en tantos ámbitos, pero que en relación con Catalunya se obstina en aquella ceguera que señalaba Berlin. En particular, me refiero a su último artículo “¿Importa ser nación?” (El País, 23 de enero del 2015), en el que insiste en construir un adversario tan cómodo como falso para sustentar su argumentación. Su razonamiento es sencillo: si tener una lengua (hay unas 7.000 en todo el mundo) o ser una etnia (contabiliza 5.000) diera derecho a tener un Estado, el mundo sería una olla de grillos. Y sigue: “Como el mundo es plurilingüístico y multicultural, el Estado sólo se podría conseguir homogeneizando la población de manera autoritaria, o bien como resultado de una limpieza étnica”.

Conclusión: los catalanes, que según él reclaman un Estado por razones identitarias y lingüísticas, se niegan a ver su propia diversidad, y eso les incapacita para tenerlo.

Dejo de lado si este tipo de consideraciones resultan insultantes para un país como Catalunya, donde la diversidad lingüística y los movimientos migratorios han estado tan definitorios de su realidad social que históricamente ha sabido demostrar que no tan sólo sabía resolver tales desafíos, sino que los incorporaba a su propio relato nacional. Pero sí que son consideraciones que resultan hirientes dichas desde España, una nación de proyecto unitarista y homogeneizador, incapaz de asumir positivamente la diversidad interna. ¿Cuándo España ha aceptado ser una nación de naciones, o cuándo ha hecho suya la lengua catalana? Todo lo contrario, ha combatido con todas sus armas la diversidad nacional y, empeñada en destruir la unidad de la lengua catalana con el objetivo de debilitarla, sigue instigando el conflicto lingüístico interior e impide su reconocimiento como lengua oficial en Europa.

No, una lengua o una etnia no justifican por ellas mismas un Estado. Tampoco son estas las razones del soberanismo catalán. Hacen falta dos cosas más: una, que unos ciudadanos no se vean reconocidos por el “patriotismo constitucional” que se les impone, e incluso que sientan amenazados sus derechos sociales y nacionales. Y dos, hace falta el desarrollo de una voluntad política democrática para salir de la ratonera patriótica que no los reconoce como diferentes. Catalunya apostó hace cuarenta años por un Estado plurinacional, pluricultural y plurilingüístico. Pero ha acumulado bastantes pruebas como para convencerse de que España no quiere serlo. Lo que importa, pues, es qué tipo de Estado ha querido ser España, y por qué nos ha expulsado de él.

LA VANGUARDIA