Joan Francesc Mira Castera

Me produce una cierta fatiga -al menos fatiga mental, fatiga de la inteligencia- leer y escuchar una y otra vez todo tipo de recelos, reticencias, o condenas morales y piadosas, contra lo que se suele llamar nacionalismo o patriotismo, como si se tratara de conceptos o sentimientos profundamente reaccionarios, bárbaros y peligrosos, anclados en ideologías hostiles y destructivas. Y a pesar de todo, patria y nación, y sus derivados conceptuales o afectivos, son ideas que han formado, más que ninguna otra, el mundo contemporáneo. Para bien y para mal, como el resto de ideas. Cuando escuchamos La marsellesa, que comienza «Allons, enfants de la patrie, le jour de glorie est arrivé», nos podemos emocionar un poco pensando que esto viene de la remota revolución, y que era un himno de libertad y contra la tiranía. Pero es también un himno de patriotismo virulento, con versos feroces que exhortan a empapar los surcos de la patria con la sangre impura de los enemigos: «qu’un sang impur abreuve vos sillons». Cosa fina y republicana: ‘Els segadors’, junto a esto, es una cancioncilla cordial y pacífica. Cuando la buena gente de Cuba, asistiendo a una parada militar de puro estilo soviético, repite animosa aquello de «Patria o muerte: Venceremos», no se sabe bien qué victoria esperan aún después de más de cincuenta años y dirigidos por militares decrépitos, pero la supremacía mística de la patria queda clara, clarísima. Como cuando cantábamos aquello tan bonito: » Ay, Che, camino: patria o muerte es mi destino…» Y cuando Hugo Chávez clamaba, y sus sucesores repiten cada día, que Venezuela defenderá celosamente la independencia nacional y que los enemigos del régimen son traidores a la patria, el pensamiento (pseudo) progresista universal admira incondicionalmente el discurso del líder máximo.

La patria, la nación, la independencia, son presentadas como valores permanentes y supremos por las viejas o nuevas «revoluciones» de todo tipo y por sus líderes de todo pelo y pluma, incluidos los señores Ortega de Nicaragua, Correa de Ecuador y Morales de Bolivia, o por dictadores criminales como Mugabe de Zimbabue, y nadie encuentra nada nada que decir, desde la ideología «no nacionalista» de tantas izquierdas nuestras. Mientras tanto en el Reino de España, un tímido y moderadísimo patriotismo catalán, por ejemplo, es atacado a menudo, desde la izquierda más rancia o más nueva, como idea pasada de moda, antipática y de derecha, y siempre encontrará alguno de los sus líderes para afirmar que es mejor olvidarse de él, de estas cosas, que dejemos la obsesión nacional y hagamos que funcionan mejor los hospitales y las escuelas (¡como si una cosa excluyera la otra!). En Cuba, en Venezuela, en Bolivia, todo es nacional y patriótico, obsesiva, incesantemente, y por eso mismo muy revolucionario: no sé si será cosa del clima, y quién sabe si «patria o muerte» no debe de ser un producto tropical. Es un grito que siempre me ha producido angustia (yo gritaría con mucho gusto «¡patria y vida!»), pero el hecho es que no he visto nunca que las izquierdas europeas o españolas, o de nuestra casa, critiquen este eslogan de patriotismo radical, mucho peor que el «Todo por la patria» de los cuarteles de la Guardia Civil.

En realidad se trata de algo muy antiguo, y los romanos de tiempo republicanos ya decían aquello de «dulce et decorum est pro patria mori». Es evidente, sin embargo, que si en Cataluña o en el País Valenciano, por ejemplo, alguien aplicara a la patria propia un eslogan del estilo, de senador romano o de político hispanoamericano, sería objeto de burla y sarcasmo. Por fortuna, nuestro patriotismo, poco o muy inflamado, no ha tenido nunca tales connotaciones macabras. Como metáfora potente, hay aquellas palabras del himno según las cuales, «cuando conviene segamos cadenas». Ya se sabe, sin embargo, que segar cadenas con una hoz puede ser muy laborioso y lento: tanto como serrar barrotes de una prisión con una lima de uñas. Y así vamos tirando. Los patriotas de nuestra casa (palabra que se gasta poco y con poca contundencia, y no sé por qué), incluso si afirmamos que la patria no merece una muerte, propia o ajena, pero sí un poco de esfuerzo para garantizarle su supervivencia, seremos acusados de obsesivos o de cosas peores. Entiendo al anterior papa de Roma cuando se quejaba de las miserias del relativismo. Porque hay un punto de cinismo, de mala fe y mala baba, cuando según qué patriotismos, obsesiones, himnos, o eslóganes, banderas solemnes, son considerados admirables, progresistas, de izquierda e incluso revolucionarios, y según cuáles son vistos como apolillados, pasados, superados y de derecha. No sé si este defecto de la vista tiene solución, o si es una enfermedad crónica.

EL PUNT – AVUI