Tiempo de profecías

Estamos viviendo una verdadera embestida de vaticinios a corto plazo -hoy, a menos de cincuenta días vista-, que incluso desborda la apetencia que tenemos de pronósticos. Y me temo que, a medida que nos acercamos al 27-S, la acometida de profecías -sean en forma de encuesta, de análisis pseudoexperto o de desvaríos febriles- todavía se acelerará más. No es necesario que advierta que, además, habrá predicciones totalmente opuestas dependiendo de las fuentes y los medios a través de los cuales nos lleguen y que, en ningún caso, serán inocentes.

Profetizar, en cuestiones sociales, forma parte de la misma lógica de estos hechos. Quiero decir que hacer de adivino ya es una manera de intervenir en la dirección de los cambios sociales. Las ciencias sociales suelen tener en cuenta la dificultad de hacer previsiones, pero también cómo las previsiones actúan de manera insospechada sobre la realidad social. Clásicos como Max Weber trataron a fondo lo que se conoce como «consecuencias no queridas de la acción social», y que muestra la paradoja de las lógicas sociales que, si bien pretenden un objetivo, acaban provocando justo lo contrario. El caso de la ética protestante que, empujando la aparición del capitalismo, acabaría «cavando la propia tumba» -en palabras del sociólogo alemán- es el ejemplo prototípico estudiado por Weber. Es exactamente el caso -por transportarlo a nuestro escenario inmediato- de los que, abusando de los pronósticos apocalípticos con que pretenden detener el independentismo, con sus advertencias y amenazas no sólo no logran disuadir a nadie, sino que todavía proporcionan más argumentos a quienes deberían haber asustado.

Otro de los mecanismos ligados a la predicción del futuro es el conocido como ‘wishful thinking’, que proviene de la psicología, estudiado por Bruner y Goodman a mediados del siglo pasado. Se trata del pensamiento que confunde los deseos con la realidad. En algunos casos, puede haber malicia. Pero es cierto que, como se suele decir, «quien tiene hambre sueña con pan». Y hay muchos analistas que, honestamente, confunden lo que les convendría con la realidad. Todos estamos sometidos a este peligro, pero cuando convertimos los deseos en el criterio principal de nuestros pronósticos, acabamos haciendo un ridículo estrepitoso. Estos primeros días de agosto los he aprovechado para repasar una enorme montaña de artículos, análisis y entrevistas que estos últimos años se me habían ido amontonando en una gran caja. Y he encontrado verdaderos expertos en decretar, incluso de forma reiterada a lo largo del tiempo, la muerte del proceso soberanista. No hace falta que diga que la contundencia de la profecía siempre era proporcional al deseo de que el proceso muriera de verdad.

Por último, me referiré al autocumplimiento de profecía (en inglés, ‘self-fulfilling’ prophecy), término que creó Robert K. Merton. Se trata de los pronósticos que, si bien en el momento en que se hacen parten de bases inconsistentes, si se convierten en creíbles pueden conseguir por ellos mismos que se acaben cumpliendo. También en este caso pueden ser resultado de un autoengaño inocente, o bien pueden ser profecías que se difunden precisamente en la confianza de que, si son creídas, puedan contribuir a que se cumplan. Es un mecanismo con variantes, como puede ser el efecto placebo. Pero el caso es que puede producir un efecto de retroalimentación positiva o negativa. Los padres que repiten insistentemente a una criatura que caerá, favorecen que termine cayendo, debido a que le hacen sentirse insegura. Al contrario, favorecer la autoestima -de manera razonable- suele ser el mejor camino para lograr que se cumplan los propios sueños.

Pues bien: en este último tramo de carrera para hacer efectivo el derecho a decidir, el combate en el terreno del autocumplimiento de profecía será a muerte. Afortunadamente, buena parte del voto soberanista no necesita saber que va a ganar para mantenerse fiel a su compromiso, ni la acobardará el pensar que puede perder. Pero el voto temeroso que se puede dejar acoquinar por las falsas amenazas, el que puede estar mediatizado por las interpretaciones que confunden deseo con realidad, podría dejarse llevar por las falsas profecías y, finalmente, facilitar que se cumplieran.

Quizás he dejado sin decir que los tres mecanismos afectan a todas las partes enfrentadas electoralmente. También podría poner ejemplos del abuso de los vaticinios en sentido contrario a los que he mencionado. Una razón añadida para ser exigentes tanto con las profecías de nuestros adversarios políticos como -y quizás todavía más- con las de los que consideramos que son los nuestros.

ARA