Nadie lo hace todo bien

¿Pensamos bien la política? Creo que los autores que han pensado mejor la política son a menudo aquellos que muestran que la política no se puede terminar de pensar bien.

Hay razones tanto teóricas como prácticas que explican este hecho. Por un lado, cada concepción política selecciona y prioriza un tipo de lenguaje y todo un conjunto de valores, marcos conceptuales y objetivos muy diversos: el orden y la seguridad; los derechos y libertades, la separación de poderes y el principio de legalidad; la justicia socioeconómica; el pluralismo nacional y cultural; la democracia y la participación ciudadana; la ecología; la eficiencia y la estabilidad; etc.

Considerados en abstracto, todos estos valores y objetivos resultan deseables. Sin embargo, casi siempre se dan tensiones y contradicciones prácticas entre ellos. En la práctica, no se da casi nunca una armonía entre este conjunto de valores y objetivos, sino que hay que elegir o priorizar los que se consideran más relevantes, especialmente cuando los recursos económicos son escasos, que es casi siempre.

Por otro lado, buena parte de los actores políticos (partidos, organizaciones, corporaciones, etc.) dejan a veces fuera de su foco analítico y moral algunos aspectos que son relevantes en la práctica en los contextos sociales concretos: la historia, la lógica institucional, el contexto internacional, todos los intereses implicados, las identidades colectivas, la dependencia de las decisiones previas, los diversos tipos de pluralismo social o cultural, el grado de calidad de las élites, la cultura política, etc.

Centrémonos en el primer aspecto. Las diferentes concepciones o ‘ismos’ políticos (liberalismos, socialismos, conservadurismos, nacionalismos, etc.) no suelen considerar cuidadosamente aquellas tensiones entre valores y objetivos sino que más bien tienden a marginar y menospreciar lo que no forma parte de su «núcleo duro» prioritario. Así, los diferentes ‘ismos’ se aproximan siempre a la política desde unas perspectivas morales y políticas parciales que priorizan una agenda de temas particular. Algunos enfoques han sido capaces de articular tres o cuatro de las perspectivas anteriores, pero siguen siendo enfoques parciales.

Así, por ejemplo, la socialdemocracia y el liberalismo social han sabido articular -venciendo resistencias conceptuales y prácticas de sus propias tradiciones- elementos del liberalismo político (derechos, separación de poderes, elecciones competitivas, etc.) con elementos de justicia socioeconómica y de democracia. Sin embargo, siguen teniendo dificultades para pensar y articular bien otros ámbitos, como la multiculturalidad, el pluralismo nacional o algunos valores postmaterialistas (ecología).

La conclusión es que el pluralismo analítico y normativo resulta en la práctica inevitable. No hay teorías políticas globales en las democracias modernas. Y, en términos prácticos, ningún partido ni organización política puede hacerlo todo bien (afortunadamente, diríamos). Y esto es así no por una falta de voluntad de los teóricos o de los líderes políticos, sino porque la síntesis de todas las perspectivas convenientes resulta imposible, tanto desde un punto de vista lógico como desde un punto de vista práctico.

La lista de autores que muestran ser conscientes, al menos en parte, de estas limitaciones en el momento de pensar la política es larga y diversa: Aristóteles, Maquiavelo, Erasmo, Montaigne, Hobbes, Madison, Kant, Stuart Mill, Isaiah Berlin…

Pongamos un ejemplo relacionado con el contexto de Cataluña. El pluralismo de valores y objetivos que se da inevitablemente en las sociedades plurinacionales exige una flexibilidad política y constitucional mayor que la de los contextos uninacionales. Se trata de un pluralismo que se refleja tanto en la interpretación individual y colectiva de valores como la dignidad, la libertad, la igualdad y la solidaridad como en las diversas maneras de jerarquizar estos valores y objetivos.

Lejos de lo que pretenden tanto los conservadores de derechas como los jacobinos de izquierdas, los derechos y deberes de ciudadanía no tienen por qué ser administrados de una manera uniforme por parte de un poder territorialmente centralizado (aunque permita «autonomías»). Como muestran algunos estados federales, la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos no implica una uniformización de las leyes ni la existencia de un poder único o hegemónico que las regule.

La política comparada de las democracias plurinacionales muestra que las visiones uniformizadoras se revelan injustas desde un punto de vista moral e inadecuadas desde un punto de vista práctico. En este sentido se constata que tanto las derechas como las izquierdas tradicionales muestran déficits de pluralismo. Unos déficits que hacen que adopten posiciones reaccionarias en nombre de la «igualdad de ciudadanía» y de la «soberanía popular» (entendida como la de un único ‘demos’ y no como una pluralidad de ‘demoi’). La igualdad no implica tener unas mismas leyes generales sobre educación, sanidad, pensiones, orden público o servicios sociales. Las asimetrías legales no implican privilegios entre ciudadanos, sino diversidad en los diversos poderes territoriales legitimados para garantizar los derechos de los ciudadanos atendiendo a las características de las diversas colectividades.

Las sociedades son hoy mucho más complejas que las que había cuando algunas corrientes políticas fueron establecidos. Y a veces no sólo las derechas sino también algunas izquierdas se convierten en reaccionarias debido a su limitada o anticuada concepción del «progreso» en ámbitos como las relaciones de sexo-género, el reconocimiento de la pluralidad nacional, el medio ambiente, etc.

Recordar que nadie lo hace todo bien es un requisito para incentivar el respeto con el que se discrepa, sean otros individuos u otros colectivos. Respecto desde las limitaciones de cualquier enfoque. Recordemos el inicio de la ‘Crítica de la razón pura’ de Kant: «La razón humana tiene un destino singular… se ve preocupada por preguntas que no puede evitar ya que le vienen dadas por la naturaleza misma de la razón, pero que tampoco puede contestar porque rebasan toda capacidad de la razón humana».

ARA