Libres, es decir, discrepantes

El manifiesto sobre la normalización lingüística en una Cataluña independiente promovido por el Grupo Koiné ha provocado una de estas viejas, recurrentes y airadas tormentas sobre la salud del catalán y su futuro. Del manifiesto ‘Una nación sin Estado, un pueblo sin lengua’ de Los Márgenes de 1979 hasta aquí, ha quedado claro que los debates de lengua siempre truenan. Y como además de querer ser un análisis de la realidad, se escriben y se leen desde una perspectiva ideológica y política, cada vez, baja la torrentera.

Debo decir de entrada que soy poco entusiasta de los manifiestos. Son instrumentos de comunicación obsoletos y, como armas de combate, pueden ser fácilmente derrotados con interpretaciones maliciosas. Este lo he firmado convencido, pero no siendo ni su autor ni su promotor, también matizaría algunos de sus puntos. Así, no me gusta cómo se menciona a la inmigración, tratada reiteradamente en negativo y culpabilizándola. ¿Se puede olvidar el relevante e imprescindible papel positivo de tantos catalanes, antiguos inmigrantes, en la preservación y extensión del catalán? ¿No ha quedado claro que sólo con la población autóctona de principios del siglo XX la lengua catalana no habría llegado a tener la masa crítica que le ha permitido el desarrollo actual? También habría hablado más del futuro que del pasado, acentuando el papel social del catalán como lengua de cohesión y de identificación. Y, sobre todo, no habría fiado la reversión de la situación a la «toma de conciencia» porque, paradójicamente, esta vía siempre deriva en una lógica social a la defensiva y, por tanto, minorizadora.

En cambio, encuentro acertados los aspectos centrales que el texto denuncia: la ideología bilingüista que encubre un proceso de sustitución lingüística, eficaz por su perversa ingenuidad; la precariedad de la condición del catalán como lengua endógena del territorio y el hecho de que no sea la lengua «no marcada»; las limitaciones de la inmersión y aún las complacencias estadísticas. Me gusta, también, que se defienda el multilingüismo como riqueza, que no se entre en las soluciones legislativas y que se obvie la cuestión de la oficialidad de las lenguas, controvertida y, en la práctica, irrelevante. Y aplaudo que no se asocie ni una sola vez la lengua con la identidad.

Entiendo el malestar de personas a las que tengo tanto respeto que me obligan a repensarlo todo. Pero no es aceptable que al manifiesto se le haga decir lo que no dice. Hablar de hegemonismo o acusarle de supremacismo moral porque aspira a hacer del catalán la lengua territorial no marcada, es decir, porque defiende lo que está amenazado, es una tontería. Como tampoco entiendo que se discuta su oportunidad cuando líderes políticos y organizaciones independentistas de castellanohablantes se han lanzado a la piscina prometiendo dobles oficialidades cuando -por la razón que sea- les ha convenido, sin debate público, ni experiencia, ni consenso.

No será fácil mantener la unidad del combate por la independencia desde la lógica discrepancia sobre qué se querrá hacer. Pero tendrá que ser así. Quizás hay quien piensa que los catalanes tampoco sabemos caminar y comer chicle a la vez. Pero si la independencia, por encima de cualquier modelo de sociedad, es una apuesta por la libertad, estos debates -sobre el catalán, los modelos de defensa o cualquier otro- se deben encarar sin miedo y como la anticipación de lo que será una sociedad verdaderamente plural y abierta. A mí, lo único que me haría renunciar a la independencia sería imaginar una Cataluña de pensamiento único, aunque fuera el mío. Además, en el futuro, Cataluña no será como queremos los independentistas de ahora, sino como irán decidiendo democráticamente las próximas generaciones. Es para eso por lo que queremos un país libre, ¿no?

ARA