Neolítico global

Las relaciones humanas expresan a menudo relaciones de poder. Se tiene poder sobre los demás cuando se consigue que hagan lo que tú quieres que hagan a pesar de que ellos no quieran hacerlo, o cuando eres capaz de impedir que hagan lo que querían hacer si tú no quieres que lo hagan. En el contexto internacional las grandes potencias pugnan por establecer y mantener un poder hegemónico en algunas áreas geográficas, y tratan a la vez de ahuyentar el de otras potencias.

Esto ocurre, como mínimo, desde el establecimiento de los grandes centros de poder conformados a partir de la revolución neolítica, especialmente en los últimos 6.000 años. Esta «revolución» fue, de hecho, un proceso gradual que permitió un crecimiento demográfico sin precedentes, la aparición de ciudades, una acumulación de riqueza y poder por parte de las élites, jerarquización y desigualdades sociales, una división muy especializada del trabajo, ejércitos y guerras a gran escala y funcionarios, así como religiones burocratizadas como fuentes de legitimación política.

Estas consecuencias de la Revolución Neolítica aún perduran. De hecho, a pesar de las posteriores revoluciones industrial y tecnológica, puede decirse que en buena medida seguimos viviendo dentro de las consecuencias del neolítico. Vivimos en un neolítico globalizado.

En los últimos cien años resultan constatables dos tendencias en el ámbito internacional: el aumento del número de estados -hoy hay cuatro veces más estados que hace cien años- y la aparición de organizaciones políticas y económicas supraestatales (como la UE).

Cuando a principios de los años noventa se produjo el derrumbe de los estados socialistas del Este europeo, algunos analistas pronosticaron un mundo más integrado y menos conflictivo bajo la hegemonía de las democracias occidentales encabezadas por Estados Unidos. La democracia, se decía, se extendería y las relaciones políticas en el mundo unipolar posterior a la Guerra Fría serían fundamentalmente pacíficas y de signo fundamentalmente económico. Reaparecía así la idea ilustrada del comercio como precondición de unas relaciones pacíficas entre estados (Montesquieu, Madison). La UE se presentaba como el modelo de integración internacional de futuro.

Actualmente, sin embargo, se observa un panorama bastante diferente. En el siglo XXI el número de democracias se ha estancado y en algunos países el sistema democrático ha retrocedido (Rusia, Turquía, etc.). A pesar de que los tres antiguos estados socialistas del Este europeo (la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia) han surgido 24 estados, Rusia ha recuperado una posición de potencia regional clásica en Asia Central, Ucrania y el Cáucaso, y ha reforzado su presencia como actor internacional en zonas de conflicto (Oriente Próximo). El cambio de Yeltsin a Putin ha sido un baño de realismo ante algunas expectativas poco atentas a la historia.

El siglo XXI ha visto emerger la importancia de los mapas y de la lucha por la hegemonía internacional por parte de diversos actores globales y regionales, públicos y privados. El centro de gravedad está configurado desde hace años alrededor de Asia y del Pacífico. La paradójica China capitalista-comunista, uno de los estados con mayor crecimiento económico y a la vez con más desigualdades sociales del mundo, ha reforzado muy significativamente su influencia política, económica y militar. No se trata de una China con vocación autárquica y de potencia meramente regional, sino que muestra una clara voluntad de influencia global. China emerge hoy como la potencia hegemónica de futuro, mientras que Japón, Irán, India y Pakistán presentan sus opciones como potencias a tener en cuenta en el tablero político de las contrapuestas alianzas de futuro.

La historia no ‘progresa’ prácticamente nunca en una sola dirección. Las autopercepciones de las colectividades cambian con rapidez cuando lo hace su peso relativo respecto al de otros actores. Y con la autopercepción cambian los intereses y las expectativas.

Por un lado, la experiencia empírica muestra que las guerras a gran escala son una constante de las sociedades humanas desde hace 6.000 años. Por otro, también muestra que el aumento del comercio ha generado resultados ambivalentes en términos de pacificación de las relaciones internacionales (en contraste con las relaciones pacíficas entre democracias).

Tucídides, el primer historiador y politólogo ‘moderno’, ya señalaba que las organizaciones políticas suelen entrar en conflicto por tres motivos: los intereses, el honor y el aumento de poder. Se trata de tres componentes dinámicos que ni siquiera en una situación de hegemonía se encuentran satisfechas por completo.

Hay comportamientos humanos que cambian poco por mucha revolución tecnológica que inventemos. En la esfera internacional tampoco hay posmodernidad, sino la continuación de una modernidad clásica que sigue la estela lógica de las sociedades neolíticas, ahora a escala de los grandes actores mundiales.

Las democracias liberales no dejan de ser sistemas de relaciones y equilibrios de poder decantados históricamente a través de luchas y de relaciones antagónicas de ideas, pasiones, intereses e identidades. Hay progreso moral y político (democracias liberales, derechos humanos, estados del bienestar), pero se trata de un proceso lento, lleno de altibajos, y producido más por decantación práctica y equilibrios de poder que por aplicación directa de teorías políticas y morales universalistas. Es la intuición antropológica del Kant viejo, mucho más realista y pesimista que el Kant de la ‘Crítica de la razón práctica’, cuando en ‘La paz perpetua’ (1795) apuesta por lograr el progreso moral a través del progreso legal del ámbito internacional.

Las ideas políticas y morales son importantes para el progreso, pero normalmente lo son más las instituciones (Hegel), y aún más las configuraciones prácticas entre poderes. Y así, a pesar de todo y a pesar de nosotros mismos, vamos avanzando, como dice Gloucester al inicio del ‘Ricardo III’ de Shakespeare, desde «el invierno de nuestro descontento».

ARA