Por qué Rajoy ha perdido la batalla del relato

Una de las grandes paradojas de la posmodernidad es la renovada importancia de los relatos, es decir, de los marcos articulados de interpretación y determinación de sentido precisamente en un tiempo que se define por el fin (Lyotard) de todas las metanarraciones o meta-relatos estructuradores de la experiencia humana -las religiones, las ideologías, e incluso la ciencia. El relato se ha convertido en un bien escaso, o difuso («todos los políticos dicen lo mismo», etc) y por eso su importancia es tal que incluso supera la del hecho. No hay hechos sino interpretaciones, dijo Nietzsche, y por ahí podríamos encontrar la genealogía de eso que ahora está tan de moda de la posverdad, la verdad posfáctica o los hechos alternativos. En nuestro tiempo, posmoderno, líquido o como queráis llamarlo, no es sólo que la historia la explican los vencedores sino que, para vencer, hay que tener una historia.

Todo ello me ha venido a la cabeza leyendo la historia de Roma (Roma. Auge y caída de un imperio) que ya hace unos años hizo Simon Baker a raíz de una gran serie de la BBC y que es una síntesis magnífica de aquel mundo tan lejano y tan próximo. A veces hay que recurrir al pasado para iluminar el presente y el gran teatro romano es una fuente inagotable para seguir pensándonos, nosotros y nuestro tiempo. Hace más de 2.000 años, en AccioOctaviano, que sería el primer emperador con el nombre de Augusto, derrotó sin pena ni gloria la flota conjunta de la glamurosa pareja formada por Marco AntonioCleopatra. Los propagandistas de Octaviano, entre los cuales el poeta Virgilio, explicaron que la rutilante reina de Egipto había huido asustada de la batalla -después se suicidaría con su amante. Pero lo más importante fue que convirtieron un combate más bien gris, una victoria sin épica, en todo un choque de civilizaciones entre Occidente y Oriente del que emergió la figura del futuro emperador. Y que esta historia legitimó el fin de la república y con ella la institucionalización a partir de Augusto de las dictaduras divinizadas. Aquello que tanto odiaban los patricios y los plebeyos romanos, el gobierno de un solo hombre, se convirtió en lo más normal. El relato cambió la realidad.

Quien tiene un relato gana, o, con el tiempo, puede acabar ganando. La transición española ha podido imponer su versión de los hechos durante cuatro décadas, porque se equipó con un sólido relato que el movimiento independentista catalán ha hecho trizas probablemente para siempre. Por primera vez, y aunque sea de manera titubeante y tramposa, dos partidos de la izquierda española que podrían configurar una alternativa de gobierno, el PSOE de Pedro Sánchez y el Podemos de Pablo Iglesias han roto el monolitismo discursivo de la nación única y del no al referéndum a cualquier precio. Vistas desde Catalunya, las «naciones culturales» de Sánchez son una pantalla más que pasada, pero vistas desde Madrid son un desafío al hegemonismo y la unicidad cultural castellana, no lo olvidemos, auténtica base legitimadora de la «nación española única e indivisible» y cervalmente alérgica a la diversidad cultural interior y a la catalana en particular. Y es cierto que Iglesias no reconoce carácter vinculante alguno al referéndum que dice que hay «que «respetar», pero, por si acaso, los podemistas catalanes, encabezados por Albano Dante Fachin, y previa consulta interna,ya han anunciado que participarán.

Madrid sabe que el independentismo ha ganado la batalla del relato y por eso le preocupa tanto el 1 de octubre, el día del anunciado referéndum, como el día después. Cada vez que un medio internacional, pequeño o grande, como The New York Times, pide a Mariano Rajoy que permita votar a los catalanes o cada vez que un juez o un fiscal dan una nueva vuelta de tuerca para pasar el independenmtismo por los tribunales, se pone más de manifiesto la absoluta ausencia de un relato alternativo desde la filas del Estado. Por muchos aspavientos que haga el unionismo más recalcitrante o la tercera vía más digna, por mucho que los intelectuales del régimen se esfuercen en alinear el independentismo con el trumpismo y los nuevos populismos o, como hicieron cuando cayó el Muro de Berlín, lo asimilen a los nacionalismos y los tribalismos violentos (entonces, los de la ex-Yugoslavia), el relato de la razón democrática -las urnas- es el relato ganador. El relato de la razón democrática es la aspiración a someter el pleito al libre arbitrio de la ciudadanía, no al arbitraje de parte del Tribunal Constitucional, y hacerlo, sí, de manera acordada. No es la Generalitat quien no quiere pactar el referéndum, por mucho que lo intente hacer ver el portavoz Íñigo Méndez de Vigo mintiendo descaradamente sobre el correo electrónico remitido por Carles Puigdemont, o Ada Colau y Xavier Domènech escudándose en la «falta de garantías» del referéndum para mojarse, sino el Gobierno de España, quien cierra cualquier puerta al diálogo. Como sí que ve con claridad meridiana la prensa internacional.

Por eso mismo, porque han perdido la batalla del relato, la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, insinuó el lunes en Barcelona que el gobierno de Rajoy se sentaría a hablar el 2 de octubre. O a Soraya la traicionó el inconsciente o estamos ante el primer reconocimiento con la boca pequeña por parte del gobierno de Madrid que le será imposible parar el referéndum. ¿Por qué tendría que querer negociar nada el 2 de octubre si el referéndum -asegura Soraya- ni siquiera no se hará? Por eso Miquel Iceta, primer secretario del PSC, acusa a los independentistas de haber empezado a señalar a los «responsables» del «fracaso» del referéndum, en referencia a los alcaldes socialistas que se niegan a colaborar, mientras pasa por encima del hecho que bastantes alcaldes socialistas -el de Terrassa o el de Blanes entre ellos- ya han anunciado que ellos no están para precintar urnas. Iceta también ha perdido la batalla del relato.

ELNACIONAL.CAT