Resignación o toda la ambición

El modelo de Estado autonómico nacido de la Constitución de 1978, paradójicamente, llevaba implícita la lógica centralizadora. Se vio bien claro en la transformación del mapa comunicativo en el cual, más que una mayor regionalización de los medios, al cabo de veinte años, lo que se había desarrollado eran grandes diarios estatales con una difusión cuantitativa y un impacto cualitativo que no había conseguido ningún otro medio ni con el apoyo de la larga dictadura franquista. La dependencia informativa de medios estatales, que en 1976 en Catalunya estaba por debajo del 5% -escasamente 32.000 ejemplares diarios de difusión-, en 1996 llegaba al 17,5%, con una difusión de más de 135.000 ejemplares y, actualmente, se sitúa en torno al 25%. En el terreno de la televisión, la irrupción de las cadenas privadas de televisión en 1990, sin ningún apremio legal con respecto al respeto de la realidad autonómica ni, particularmente, de la diversidad lingüística, también ha provocado el arrinconamiento progresivo del espacio ocupado en Catalunya por TVC, hasta ahora un meritorio pero insuficiente veintipocos por ciento de audiencia total.

Esta lógica, paralela al desarrollo autonómico, se ha extendido a la mayoría de otros campos económicos y sociales. Catalunya, después de treinta años de autonomía es estructuralmente más dependiente de España que al inicio del proceso.

La dependencia energética con el Estado supera el 95% del total consumido, a pesar de haber sido pionera empresarial en la mayoría de los sectores. Las estrategias estatales de desarrollo de las comunicaciones han seguido dejando de lado la racionalidad económica para, enmascaradas de electoralismo regionalista, seguir haciendo política centralizadora por todos los medios: ferroviario, puertos y aeropuertos y carreteras. Estos días el hecho se ha vuelto a poner en evidencia con la incertidumbre sobre un corredor mediterráneo ferroviario de mercancías que demuestra que la política, en España, se impone al interés económico general.

Por si fuera poco, pasado el verano hemos visto cómo se acababa el desmantelamiento de un sistema financiero catalán que había llegado a suponer más del 60% del mercado interno. Habrá que esperar unos años para, con perspectiva, dilucidar qué parte de responsabilidad ha tenido el propio sistema, y cuál ha sido resultado de una planificación política que se ha acelerado aprovechando un momento de debilidad. De nada ha servido que existiera una ley catalana de cajas mil veces alabada por los más altos responsables españoles. Y por si fuera poco, La Vanguardia del sábado pasado informaba de las prisas del Gobierno español para aprobar un decreto que facilite la fusión entre universidades y organismos de investigación -también de entre diversas comunidades autónomas- para aumentar la eficiencia. Visto el contexto general de una universidad ya profundamente españolizada en sus redes -en este caso tendríamos que hablar de telarañas- de dependencia gremial, ser malpensado respecto de los posibles efectos recentralizadores es casi un deber.

Todo eso, claro está, al margen de las declaraciones explícitas de PSOE -más matizado- y PP -descaradamente- sobre la necesidad de revisar los excesos autonomistas y volver a imponer sobre las competencias descentralizadas unos mínimos comunes en las prestaciones sanitarias, que en tiempo de recesión quiere decir unos máximos. O todavía de la conveniencia de obligar a unos currículos educativos básicos para todo el territorio, en una intención que se puede calificar de redundante, dado que el sistema educativo español ya lo ha sido siempre de unificado, a diferencia de tantos otros países europeos como Alemania, Suiza o la misma Gran Bretaña, en la que Escocia tiene un sistema propio y diferenciado. Pero sí: en España hay todavía margen para la recentralización.

En este contexto, no es extraño que Antoni Puigverd escribiera hace pocos días que, tal como va todo, todavía podría ser que el catalanismo político, cada vez más desafecto al modelo autonómico por insatisfactorio, finalmente se tuviera que pegar a él como un clavo ardiente para no perder hasta la camisa. La reflexión es especialmente pertinente porque está claro que en Catalunya se vive una lógica política divergente de la española. Mientras aquí la coalición política -y la mayoría social- que define la centralidad política trabaja en la línea de proponer un pacto fiscal “en la línea del concierto económico”, en el resto del Estado se acaba de perfilar cómo finiquitar el autonomismo político, que ya es casi lo único que queda de pie. Así, temer la amenaza de la publicación urgente de unas balanzas fiscales de la crisis para desmentir el largo expolio fiscal sobre nuestro país, la recomposición acelerada de la presencia policial nacional con nuevos cuarteles y efectivos o la presión para reducir el déficit público que ha convertido Catalunya en el paraíso de los recortes, pueden ser  resultado de un exceso de suspicacia o bien síntomas claros de aquello que ya tenemos encima. Todos leemos a Enric Juliana.

Sí, una posibilidad sería volver a situarnos a la defensiva e intentar salvar unas migajas autonómicas, como mal menor. Volver a los cuarteles de invierno. La otra, si todavía estamos a tiempo, olvidar viejas canciones que contagian la tristeza, como cantaba Espinàs, y reconstruir el país, ahora con toda la ambición nacional que reclama un proyecto verdaderamente soberanista. Ir a reclamar un pacto fiscal, a estas alturas, recuerda el chiste del portero del Alcoyano que perdía por diez a cero y pedía una prórroga.

 

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