IVA de muerte


La lectura nos descubre el mundo y nos enseña a verlo de otro modo. Y, por supuesto, hace la vida más intensa, rica y sutil. Sólo hay que empezar a leer, aunque sea al azar:

“Aquel año hacía tanto calor que había que salir cada noche y, a Ginia, le parecía que antes no había entendido nunca qué era el verano, tan bonito como era salir cada noche a pasear bajo los árboles de la calle. Alguna vez pensaba que aquel verano no se acabaría nunca y, al mismo tiempo, que había que apresurarse a disfrutarlo, porque, cuando cambiara la estación, pasaría alguna cosa” (Cesare Pavese, El bello verano).

“En los largos atardeceres del verano, subíamos a la azotea. Poco a poco la copa del cielo se iba llenando de un azul oscuro, por el que nadaban, tal copos de nieve, las estrellas. De codos en la barandilla, era grato sentir la caricia de la brisa. Y el perfume de la dama de la noche, que comenzaba a despertar su denso aroma nocturno, llegaba turbador, como el deseo que emana de un cuerpo joven, próximo en la tiniebla estival” (Luis Cernuda, Ocnos).

“El sol es joven y fuerte, el cielo, alto y de un azul profundo, los árboles, soñadores, antiquísimos, de un color verde oscuro. Las carreteras anchas y blancas llevan siglos absorbiendo y reflejando el sol y conducen a las ciudades blancas de tejados planos, tan planos que parecen querer decir que allí ni siquiera la altura puede resultar peligrosa y que uno nunca, nunca se precipita a los oscuros abismos” (Joseph Roth, Las ciudades blancas).

“Mis hermanas y yo los íbamos a visitar a la granja. Lo hacíamos cada verano. Una vez allí, nos lo pasábamos bastante bien. Enseguida volvíamos a las antiguas costumbres, hacíamos las mismas bromas, pescábamos en el riachuelo, nos tomábamos la leche de las vacas de la granja, engordábamos y nos volvíamos perezosas. Eran unos días de irrealidad plácida. Las vidas que vivíamos durante el resto del año quedaban interrumpidas y nos olvidábamos de los problemas del mundo mientras recordábamos que por dentro corría la misma sangre” (Jetta Carleton, Cuatro hermanas).

“Los veranos eran húmedos en Newark, una ciudad que se halla al nivel del mar, y como estaba parcialmente rodeada de extensas marismas, había nubes de mosquitos que era preciso liquidar con el matamoscas o con la palma de la mano cada vez que, por la noche, colocábamos sillas de playa en los callejones y en los senderos de acceso a las viviendas y nos sentábamos para ponernos a salvo del tórrido calor de nuestros pisos, donde, para mitigar aquellas infernales temperaturas, no había más medios que la ingesta de agua helada o las duchas frías” (Philip Roth, Némesis).

“A veces el tiempo se estropeaba del todo, y había que regresar y quedarse cerrado en casa. Pero ¡qué importaba la lluvia, qué importaba la tormenta! En verano, el mal tiempo sólo es un humor pasajero y superficial del buen tiempo subyacente y fijo” (Marcel Proust, En busca del tiempo perdido).

Harold Bloom intentó justificar por qué Shakespeare es el mayor de todos los escritores y por qué debe estar en el centro del canon de todas las lecturas: “Shakespeare, a partir de Falstaff, añade a la función de la escritura de imaginación, que era enseñarnos a hablar con los otros, la ahora dominante, aunque más melancólica, lección poética: cómo hablar con nosotros mismos”. Shakespeare, según Bloom, no es grande por su excelencia verbal, sino por su capacidad de representar el carácter humano y sus mudanzas, y sobre todo por habernos enseñado a hablar con nosotros mismos. Sin embargo, eso, en cierto sentido, es la gran lección de la literatura, que descubre dentro de nosotros a desconocidos que ignoramos.

Y todavía podría decirse más: eso que Bloom atribuía a Shakespeare, y que legítimamente puede hacerse extensivo a toda la literatura, es, también, de alguna manera aquello que también hace con nosotros el teatro, el cine, la música, las artes…. todo aquello, en definitiva, que, genéricamente, llamamos cultura. Por eso, los países civilizados, modernos, exigentes y avanzados no sólo preservan la cultura, sino que la estimulan, fomentan, contribuyen a su difusión, se esfuerzan por garantizar y multiplicar el acceso a la cultura de los ciudadanos, especialmente los más desprotegidos. Porque la cultura es un bien público, como sabe el Consejo de Europa, que considera la cultura, “alma de la democracia”. Por eso han causado tanto malestar, preocupación y una justificada alarma las medidas del Gobierno de España que han aumentado el IVA cultural del 8% al 21%, a contracorriente de lo que es habitual en la Europa del euro, donde saben que el futuro se juega en el apoyo a la educación, la investigación y la cultura. El Gobierno central ya ha renunciado a que la educación y la investigación sean prioritarias, pero ahora la cultura, con esta decisión, pasa a ser considerada como un lujo y, además, prescindible. Una barbaridad sin paliativos.

Hoy, cuando el Gobierno español castiga a la cultura, en lugar de protegerla, y cuando, desde Catalunya, donde “corresponde a la Generalitat la competencia exclusiva en materia de cultura” (Estatut de Catalunya, artículo 127), nos lo tenemos que mirar desde el palco, es triste recordar la dramática actualidad de las palabras de Espriu escritas hace más de medio siglo: “¡Oh, qué cansado estoy de mi / cobarde, vieja, tan salvaje tierra, / y cómo me gustaría alejarme, / hacia el norte, / donde dicen que la gente es limpia / y noble, culta, rica, libre, / desvelada y feliz!”.

 

http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20120723/54328446829/xavier-antich-iva-de-muerte.html