Autodeterminación

¿Qué pasaría si un extraterrestre interesado en llevar la democracia a su planeta se nos presentara en el salón y nos preguntara cómo tomamos decisiones colectivas los terrícolas?. Seguramente le explicaríamos que, para determinar a nuestros gobernantes, votamos, que para aprobar nuestras leyes, votamos, que para decidir cómo se gasta el dinero público, votamos, y que para fijar los impuestos, votamos. Si, de repente, el caballero intergaláctico se parara delante de un mapa del mundo y nos dijera: «Supongo que para cambiar las fronteras que aparecen en este mapa, también votáis, ¿no?». Nosotros deberíamos responder: «¡No!, ¡las fronteras sólo se pueden cambiar a bofetadas!». Ante tal revelación, el pobre señor se quedaría de color verde (si es que ése no era su color original) y saldría corriendo, exclamando que somos unos bárbaros.

Si lo pensamos bien, un poco bárbaros sí que somos: por un lado, casi todos los estados prohíben la secesión de sus regiones, aunque así lo desee la mayoría de la población. Por otro lado, esos mismos estados acaban reconociendo a terceros países que consiguen la independencia mediante guerras civiles (Bosnia-Herzegovina y Timor Oriental son sólo dos de los ejemplos más recientes). Digo que eso es bárbaro porque, de alguna manera, les estamos diciendo a los países que buscan su libertad que sólo hay un método reconocido internacionalmente para conseguirlo: la violencia. Y la consecuencia es, ¿lo adivinan?, la violencia.

En España se está hablando mucho del derecho a la autodeterminación de Euzkadi, al querer sus dirigentes hacer un referéndum sobre la independencia. Los líderes del Partido Popular los acusan de ir contra la Constitución y con razón: la Carta Magna española no reconoce el derecho a la autodeterminación. Pero si éste fuera un derecho razonable, la solu­ción no pasaría por reprimirlo sino por cambiar la Constitución. La pregunta es, pues, si ése es un derecho razonable.

Thomas Jefferson, uno de los padres del liberalismo que procesan algunos sectores del PP y redactor de la declaración de independencia (repito, independencia) de los Estados Unidos, escribió: «Es evidente que todos los hombres están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Y es en aras de la consecución de esa felicidad que los ciudadanos de un país como Euzkadi deberían poder decidir si pertenecen o no a un Estado como España: sopesando libremente los pros y los contras. Entre los pros, habría factores sentimentales e históricos. También factores económicos. Por ejemplo, pertenecer a España es bueno porque su mercado es mucho mayor y porque permite repartir los costes de financiación de instituciones como el Ejército, las embajadas y otros bienes públicos entre 40 millones de personas. (Note el lector que el hecho de que cada país deba financiar esos bienes hace que la gente de zonas muy pequeñas, como ciudades o barrios, decida no independizarse, ya que saldría demasiado caro). A favor de la independencia habría factores no económicos, como el deseo de tomar decisiones más cercanas a la especificidad vasca o de tener representación en foros internacionales como la ONU. Y también habría factores económicos, como el poder decidir, «sin pedir permiso a España», cómo se gasta el presupuesto (y en este aspecto los vascos están mucho mejor que los catalanes). Si, una vez hechos los cálculos, los vascos deciden mayoritariamente que serán más felices fuera que dentro de España, ¿por qué no deben poder irse?

Desde este punto de vista, es interesante señalar que el proceso mundial de globalización está haciendo que estados del tamaño de España, Francia o Italia sean cada vez menos deseables para la ciudadanía. Primero, porque no son lo suficientemente grandes como para solucionar problemas globales como el terrorismo, el medio ambiente, la salud pública mundial o los conflictos internacionales. Segundo, porque los mercados son cada vez menos estatales y más globales, por lo que la pertenencia a un Estado más grande no tiene el atractivo mercantil que podía tener hace un siglo. Tercero, porque son demasiado grandes para solucionar los problemas locales, especialmente en países o regiones que tienen unas especificidades que ni el Gobierno, ni la mayoría de los ciudadanos del Estado reconocen o entienden. Y si Francia, Italia o España no son suficientemente grandes como para solucionar los problemas globales, ni suficientemente pequeños como para solucionar los problemas locales, esos estados deberían desaparecer y sus pueblos deberían reorganizarse de una manera más eficaz. Al fin y al cabo, los estados y sus gobiernos deben estar al servicio de los ciudadanos y no al revés.

Las leyes deben ajustarse a un mundo cambiante. Hoy nos parece obvio que la esclavitud es una barbarie, pero la constitución original de Estados Unidos la permitía. En la actualidad nos parece incuestionable que las mujeres deben tener derecho a votar, pero a principios del siglo XX casi ninguna de las constituciones de los países democráticos reconocía ese derecho. Del mismo modo, puede que eso de mover las fronteras a partir de la voluntad popular parezca extraño o sea inconstitucional. Pero dado que la alternativa actual (que no es otra que la guerra) es profundamente incivilizada, quizá haya llegado el momento de enmendar nuestras cartas magnas para que empiecen a recoger el derecho democrático a la autodeterminación.

 

Xavier Sala I Martín

Fundació Catalunya Oberta

 

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