La recomposición política

Sostenía Mijail Bakunin que los estados poderosos sólo se podían sostener mediante el crimen, y que los estados pequeños sólo son virtuosos gracias a su debilidad. Quizás éstas resultan ser las motivaciones profundas que impelen a la sociedad catalana, con una tradición ácrata escamoteada, a abrazar transversalmente la hipótesis de un Estado soberano propio. Por un lado, encontramos la justificada desconfianza respecto a una España que, pese a ser una potencia de segundo orden, ha mantenido las estructuras y filosofía del antiguo imperio que fue. Por otro, la aspiración a que un Estado catalán, reducido en tamaño, a escala humana y de proximidad física y mental, represente una oportunidad de reconfigurar la existencia colectiva. Largos siglos de dominación sentida como ajena, de políticas hostiles a la propia identidad y talante, han hecho de los catalanes un pueblo nada proclive a las grandes ideas o a la pompa, circunstancia y liturgia de los grandes estados. Y, a la vez, y precisamente por esta mala experiencia de un estado español relleno de anacronismos, ha propiciado que Catalunya se haya convertido históricamente uno de los epicentros mundiales del anarquismo (es decir, a contemplar el Estado como principal impedimento a la libertad), tal como consideran historiadores como Ferran Soldevila y Josep Termes.

 

Los catalanes quieren un Estado propio porque confían, como recoge la cita inicial, que su debilidad lo puede hacer virtuoso. Esto quiere decir que la ciudadanía cree que lo podrá controlar mejor. Esta aspiración colectiva a ejercer una supervisión democrática lo puede hacer más conflictivo. Lejos de ser un problema (en todo caso, puede serlo para una clase política profesional), más bien representa una gran oportunidad para construir un sistema político y social más justo. La transición nacional resultará problemática, no sólo en la fase de ruptura con España, sino en la construcción de una nueva realidad estatal. Porque los agentes que hoy empujan hacia la soberanía querrán intervenir en su construcción.

 

Los escenarios de futuro son muy variados y contradictorios. Sin embargo, las decisiones que tomemos en los próximos dos, tres o cuatro años serán trascendentales, como mínimo, para una generación. Entramos en una fase de «todo está por hacer y todo es posible», que diría Martí i Pol en su «Ahora mismo», de relectura imprescindible en este tiempo de incertidumbres. Uno de los riesgos es que la carta de la división, jugada por los sectores políticos hispánicos, pueda disponer de un cierto eco. Es obvio que el franquismo español y el «Vichy» catalán usan al PP como principal vehículo de transmisión del miedo y la amenaza. Hablan de la Cataluña silenciosa cuando sus fundadores e inspiradores políticos se dedicaron con entusiasmo a silenciar nuestro país. Por otra parte, la deriva brejneviana del PSOE se ha dedicado a impulsar, mediante un soviético «centralismo democrático», la castración química de un PSC que había sido una fuerza política transversal. Por tanto, son las fuerzas políticas partidarias de la soberanía las llamadas a dibujar el nuevo sistema. Y aquí, la correlación de fuerzas, como demuestra la fallida experiencia de la Transición, resulta dramáticamente esencial.

 

El presidente Mas y Convergencia han conseguido el centro del tablero político. No se puede negar que su osadía y (provisional) determinación lo pueden convertir en aquello a lo que su fundador Jordi Pujol había aspirado históricamente: el partido nacional de Cataluña. Sin embargo la actual CiU ha perdido parte de la transversalidad de sus inicios, cuando el acento socialdemócrata y democristiano convivían con cierto liberalismo.

 

Sin negar la pluralidad actual del partido presidido por Mas, concepciones económicamente conservadoras y defectos neoliberales han aplicado unas políticas asimétricas entre los diferentes sectores sociales que podrían acercar el nuevo Estado al modelo de los países bálticos, Polonia o Chequia. ERC, que aspira a convertirse en la principal alternativa de izquierdas en la Cataluña soberana, aunque no parece superar las contradicciones ideológicas, entre una adhesión poco crítica al capitalismo y una cierta incomodidad con respecto a las reivindicaciones de los trabajadores. Iniciativa ha sabido preservar su espacio de tradición marxista y práctica ecológica, a pesar, y como pasa en toda Europa, de un techo limitado. Faltarían amplios espectros políticos por cubrir, como el de la socialdemocracia tradicional, abandonada hace décadas por las connivencias con el neoliberalismo de los socialistas, más reflejada en la fracasada tercera vía de Tony Blair que la solidez del modelo escandinavo. Sin embargo, allí donde la orfandad política es más patente es en la sociología mayoritaria de una Cataluña que se define de izquierdas, crítica con el capitalismo, que sueña con los gestos islandeses, la actitud moral de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y la hostilidad creciente y transversal respecto del neoliberalismo. Este es un lugar vacante que cómodamente podríamos llamarlo como «espacio Syriza», de alternativa al «capitalismo real» para el que sólo las CUP han presentado candidatura para ocuparlo.

 

Es evidente que una Cataluña independiente conllevará una reconfiguración del sistema político, de partidos, sindicatos y movimientos sociales. Y que esto conllevará conflictos, contradicciones, malentendidos y desencuentros, que podrían emerger en la discusión de un proceso constituyente. Es obvio que, tal como indican las experiencias históricas de secesiones recientes, este será un proceso con perdedores y ganadores entre los que hoy empujan en la misma dirección. Sin embargo, el precio a pagar, como señalaba Bakunin, será infinitamente inferior a la alternativa de no hacer nada, de la resignación frente a un Estado grande, dispuesto a mantener su poder, como ya han advertido sus responsables, mediante, si es necesario, el crimen.

 

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