Caterva

Kondratiev, personaje importante de la novela de Victor Serge, El caso Tulaiev, es el único en todo un relato de absurdos ajusticiamientos a viejos bolcheviques y militantes comunistas, en tener un encuentro semifranco con Stalin. Digo “semi” porque Stalin, llamado “Joseph” en el relato, le pide a su interlocutor, a quien parece respetar en nombre de una vieja amistad, que le diga lo que piensa de varios temas importantes, la guerra de España, a punto de ser perdida, ciertos problemas económicos, la vigilancia, por llamarla de un modo tenue, que se ha impuesto en la sociedad soviética. Kondratiev vacila, algo dice, algo se reserva, piensa, no tanto en tales problemas sino en lo que le sucederá al trasponer las puertas del despacho en el que el “Jefe” decide el destino de cientos de miles de sus compatriotas a partir de supuestas conspiraciones y, más precisamente, del asesinato del tal Tulaiev, nombre clave de Kirov, en principio su delfín pero muy probablemente también su víctima.

 

Esta muerte, históricamente considerada –el narrador no se aparta de hechos reales aunque sin duda los nombres y las situaciones que elige son en clave–, desencadenó la ola de los llamados “procesos de Moscú”, de 1936 en adelante, que no fueron tales sino un verdadero matadero. Por detrás, como una gran culpa, la imagen de Trotsky como el diabólico agente de la destrucción de lo que él mismo había creado, o sea el socialismo.

 

Dicho sea de paso, este libro guarda una relación estrecha con el más conocido de Arthur Koestler, Oscuridad al mediodía, que pone el acento en ese curioso mecanismo de asunción de culpabilidades inexistentes que llamaron la atención, por su lógica perversa, de Maurice Merleau Ponty en un penetrante libro, Humanismo y terror, que, por supuesto, disgustó en su momento a fervorosos sostenedores de la Unión Soviética.

 

Serge, en cambio, que no retoma los “procesos” sino mecanismos tortuosos y ocultos de eliminación de sospechosos o sospechables, indaga en la situación del que va a ser ineluctablemente condenado, se diría que es una especie de Kafka en el sentido del terrible grotesco que tiene la condena, y tal vez por eso su narración es más desgarrada y patética. Cada caso es igual que el siguiente, lo que habla de la masividad del proyecto staliniano, pero es impresionante la seriedad narrativa cuando cada condenado empieza a tratar de comprender lo que le está pasando: cada uno se mira a sí mismo, se reconoce como fiel seguidor de la lógica del estado soviético y de la necesidad de seguirlo apoyando, un sentimiento que en otros países se llamaría “patriotismo”, de modo que ser considerado traidor, conspirador, es de una violencia tal que los acusados de esos crímenes se ven llevados a un abismo de abominación, acompañado por las denigrantes condiciones materiales a las que se ven sometidos.

 

Relato preciso y duro, de él se desprenden varias consideraciones, o lecciones, que desearía no dejar de lado; dejo de lado, en cambio, el maloliente horror así como la idea, que los condenados, en particular Kondratiev, tienen acerca de que el sistema del que son víctimas destruirá fatalmente lo que la Revolución –Lenin, Trotsky y los demás: había logrado crear: no lo creían pero, perturbados, padecen una insalvable contradicción, entre “revolución” y “estado”; tal vez una débil idea de democracia podría resolverla pero quién, en tales condiciones, podría llevarla a cabo cuando ni siquiera podría proponerla: ¿Trotsky desde el exilio, desde las amenazas de muerte? Más aún Kondratiev, condolido, piensa que el universo policíaco instaurado terminará por destruir al propio Jefe, a quien le tiene un viejo afecto. Escrito el libro alrededor de 1940, este aspecto es una profecía de lo que empezó a producirse en 1956, cuando Kruschev, que había sido un intachable ejecutor del stalinismo, denunció las consecuencias nefastas para la Unión Soviética del “culto a la personalidad” aunque sin aludir a los juicios que liquidaron a la vieja guardia bolchevique ni a los campos de concentración en los que encontraron la muerte cientos de miles de partidarios del comunismo; no obstante, abrió el camino para que se fuera revelando la criminalidad del stalinismo y para que poco después las estatuas y la iconografía staliniana volaran por los aires. Stalin no llegó a ser ajusticiado por sus acciones sino por la historia, lo cual es aún peor.

 

Mucho se ha dicho sobre los juicios de Moscú y de todo lo demás. No me siento en condiciones de volver a ver ese fenómeno con ojos nuevos y por otra parte no quiero repetir datos que ya son lugares comunes, un cuento de nunca acabar. Me importan más dos aspectos que se desprenden del relato de Serge y que podrían trascender al stalinismo; tal vez introduzcan a una comprensión de mecanismos políticos variados y repetidos, siempre desconcertantes. Ambos se desprenden de los dos diálogos que Kondratiev mantiene con el Jefe.

 

El primer punto: cuando la revolución logra el poder y se funde con el aparato del Estado, termina por apelar para consolidarse a recién llegados, sujetos que no formaban parte del elenco inicial; aparecen así personas sin historia pero que hablan en nombre del Partido y del Estado como si fueran los ejecutores más fieles de su proyecto: obviamente el proyecto era uno desde 1917 a 1926 y muy otro los años que siguieron. En principio eso responde a una necesidad pero luego, cuando ese Estado cambia de carácter, pierde universalidad y sus metas exceden los propósitos iniciales y empieza a encontrar, reales o inventados, múltiples enemigos, esos recién llegados se ocupan de los aspectos más terribles, cumplen órdenes de arriba con un celo y una argumentación que los fundadores no habían imaginado pero que no tienen la fuerza como para resistir. Duros, inescrupulosos, son una caterva feroz que desaparece una vez que los inexistentes enemigos han sido ejecutados, a veces públicamente, otras en la sombra. Vuelven a ser, tal vez, buenos padres de familia, no tuvieron que ver con ninguna ejecución brutal, quién los podría acusar. Ese elenco ocupa la escena que narra Serge en relación con las purgas soviéticas: personajes oscuros, casi mudos, que aparecen como la negación misma del sentido de la revolución pero que poseen armas mucho más eficaces que la mera argumentación racional. Ninguno de ellos procede como lo hizo el mítico Cruz cuando la partida se enfrentó con Fierro: son opacos, tristes, pero el hecho de que asumen la represión los hace invulnerables para una razón de Estado que no es ninguna razón, al menos como lo presenta Serge.

 

No me extrañaría que este esquema se aplicara a diversas situaciones políticas, revolucionarias o no en el sentido bolchevique. Los nazis llegaron a controlar toda la sociedad reclutando guardias de asalto en el lumpenaje: la dictadura argentina integró sus cohortes con delincuentes y asesinos que enroló para conformar los tristemente célebres “grupos de tareas”, apenas ahora, casi cuarenta años después de sus proezas, se empieza a saber quiénes son; los “guardias rojos” maoístas no fueron algo diferente. Y así siguiendo: espuma malsana de la sociedad aparecen cuando el sistema los necesita y le confieren una forma que acaso no estaba totalmente en la cabeza de los que requirieron sus servicios pero que les dieron los instrumentos necesarios para desempeñar su tenebrosa labor.

 

El otro tema brota, casi con tristeza, de labios del propio “Joseph” frente a Kondratiev. “¿Qué quieres que haga con esta responsabilidad que ha caído sobre mis espaldas?” Kondratiev podría decirle, “que no son débiles”, pero en realidad puede pensar, porque lo estima todavía, que Joseph está preso de una lógica relacionada con una instancia a la que ni quiere ni podría renunciar: la lógica del poder. Si bien inicialmente ese poder no es fuerte pareciera que Joseph no tiene otra alternativa que consolidarlo y reforzarlo, si no lo hace puede perderlo y si eso sucede sus enemigos no vacilarían en eliminarlo a él, como él lo hizo con sus enemigos. Entraría, piensa, en contradicción consigo mismo si no obedeciera a esa lógica acumulativa pero hacerlo es cada vez más costoso y duro, sacrifica lo más básico, no sólo elimina la oposición sino a quienes de dentro de sus propios apoyos podrían llegar a amenazarlo y, según Kondratiev, a la larga a su propio ser. Joseph inicia así una cadena de acciones cada vez más inicuas, confunde el poder que ha conseguido con especiosas razones de estado, finalmente llega a la vieja fórmula monárquica, “El Estado soy yo” de modo tal que no le cuesta nada interpretar que discrepancias, reticencias, críticas dirigidas a él son atentados con el Estado. Ni siquiera la fidelidad le basta, hasta los más fieles deben ser eliminados porque su mera individualidad de hombres que pensaron e hicieron aquello que ahora él dirige amenaza la coherencia y homogeneidad del poder.

 

Se podría pensar, por lo tanto, tal vez siguiendo una línea más bien anarquizante de análisis, que todo poder –considerando desde luego que su obtención puede responder a razones muy diferentes, una es el de un proceso revolucionario otra la de un apetito autocrático–, en la medida en que obedece a su lógica básica puede conducir irremisiblemente a la dictadura siempre que no haya un resorte crítico y moral, que lo advierta y reduzca o elimine ese riesgo, me refiero a la democracia, a qué otra cosa me puedo referir. Si la democracia no opera el deslizamiento es tanto más feroz cuanto mayor es la inseguridad íntima de quien toma las decisiones acerca de fines y medios. Y, sin embargo, sin “poder” nada se puede hacer, entre esos dos verbos, poder-hacer, se establece un puente en el que naufraga toda política. O se acerca a sus propósitos. Lo que se conoció como “stalinismo”, en ese juego verbal, no fue más que un equívoco monstruoso, un evidente desajuste que derivó no sólo en miles de víctimas sino también en el extravío de una de las más importantes tentativas de cambiar la fisonomía de la sociedad. Aunque, desde luego, dio lugar a muchos e importantes textos, imprescindibles, como el de Víctor Serge, como los de Trotsky.

 

 

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