Frases hechas y preguntas sin hacer

Hay un cierto periodismo basado en la combinación de metáforas polivalentes, toda una fraseología al alcance de la gente de corazón sencillo. «Si queremos resolver el sudoku político no debemos hacer trampas en el solitario: debemos poner negro sobre blanco el relato que algunos bomberos pirómanos…» Estos desechos argumentales basados en la nada los podemos leer cada día en todos los diarios (todo tiene un público, y quizás es el mayoritario). En casos extremos de estulticia, se llegan a hacer distinciones eruditas entre «gota» y «bota» malaya, con la intención de enriquecerse -¡ejem!- el debate. Últimamente se ha incorporado un nuevo concepto-comodín en la vieja colección de tonterías: «la deriva soberanista». ¡Hay que ver, con la deriva!: por lo menos, hace 120 años que dura. Quizás no han oído hablar de Almirall, o creen que Francesc Macià es el nombre de una plaza, o que Joan Fuster es una tienda de muebles. ¿De qué deriva hablamos, pues? «¡No nos hagamos trampas en el solitario! Este relato es un sudoku que algunos bomberos pirómanos no quieren poner en negro sobre blanco», responderían los profesionales del ramo recombinando con carácter de urgencia las tristes metáforas de siempre.

 

La principal objeción a esta repentina «deriva» que comenzó hace más de un siglo es que puede acabar vulnerando la legislación vigente. Toda otra novedad, oiga. El día 14 de abril de 1931 unas simples elecciones municipales derribaron, de facto pero no de iure, de manera absolutamente ilegal, la monarquía encarnada en Alfonso XIII: aquello no era ningún referéndum. El 18 de julio de 1936 el general Franco se alzó en armas contra la República, cometiendo unos ilegalísimos delitos de sedición militar y de alta traición. El 15 de diciembre de 1976 se aprobó en referéndum una estafa jurídica denominada ‘ley para la reforma política’ que anulaba la legislación franquista vigente, aunque al mismo tiempo formaba parte en tanto que octava ley fundamental del Estado, y generaba miles y miles de perjuros: todos los que habían jurado lealtad al Movimiento, entre ellos el sucesor de Franco «a título de rey», Juan Carlos de Borbón. Un año antes, el 18 de noviembre de 1975, la provincia española del Sahara Occidental fue abandonada gracias a un patético fraude de ley que afirmaba que aquellas tierras «nunca habían formado parte de España» y que, en consecuencia, aquella flagrante ilegalidad dejaba de serlo mágicamente. De estas vergonzosas y, en general, sanguinolentas derivas de la historia de España se habla poco, incluso ahora. Tampoco se habla de ciertas cosas que hizo Martín Villa cuando era ministro de Gobernación, por lo que últimamente se dedica a dar lecciones de democracia a los catalanes.

 

Pues, sí: resulta que la historia se mueve a base de saltar la pared. Si no fuera así, los Estados Unidos serían hoy territorio de Su Majestad la Reina de Inglaterra, Madagascar seguiría siendo francés, California formaría parte de Castilla y Atenas sería una ciudad más de la Corona de Aragón. Con la excepción de algunos episodios triviales, la historia es un largo y entretenido compendio de vulneraciones al statu quo vigente. En caso contrario, aquí todavía mandarían los romanos, o incluso los caudillos iberos, a golpe de falcata. Ah, y las mujeres no podrían votar, ni los negros tendrían los mismos derechos que los blancos, etc. Fijémonos bien que en relación a la considerable lista de referentes que acabamos de proponer para ilustrar estos asuntos, no todos coincidirían a la hora de marcar la crucecita de la legitimidad y/o la legalidad. Todo ello es, sin duda, complejo y discutible.

 

Pero hay algo que sí marca una línea divisoria nítida desde la perspectiva de la legitimidad política: la pura expresión democrática y pacífica de la voluntad ciudadana. Que yo sepa, las sufragistas no mataron a nadie, y daban voz a la mayoría de la población, es decir, al conjunto de las mujeres. Lo que proponían era en ese momento ilegal, pero de ninguna manera ilegítimo. No se trataba de ninguna deriva. Ahora en Cataluña se pueden llegar a vulnerar determinadas normas vigentes, aunque esta transgresión sería pacífica y consensuada por la mayoría absoluta del Parlamento. La vulneración de estas normas no será ni más ni menos legítima que la que llevó al perjurio a los que habían jurado los Principios Fundamentales del Movimiento, entre ellos Martín Villa y el mismo rey de España. Muchos demócratas españoles deberían hacerse esta pregunta: ¿qué hubiera ocurrido si la aspiración a las libertades democráticas hubiera subordinado a la pura literalidad de la ley vigente en ese momento?

 

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