Algo de imaginación sociológica

Lev Tolstói dejó escrito que la cuestión más difícil puede ser explicada a la persona más torpe si todavía no se ha formado ninguna idea sobre ella; en cambio, la cosa más simple no se puede hacer clara a la persona más inteligente si está persuadida, sin ninguna sombra de duda, de que ya la conoce. Ciertamente, es una buena manera de describir la fuerza del prejuicio que levantamos como muro de contención para evitar que se tambaleen nuestras siempre precarias definiciones de la realidad y que nos han costado tanto edificar. Si se quiere, utilizando un término más propio de la sociología –y que nos ahorra la connotación negativa del término prejuicio–, es una manera de explicar cómo funciona “el mundo dado por descontado”, taken for granted en la expresión original. En definitiva, Tolstói nos recuerda hasta qué punto el conocimiento que ordena nuestro mundo cotidiano fundamenta su aparente solidez en el hecho de evitar que éste sea sometido a discusión. Es por esta razón tan elemental que la mayor parte de grandes debates fracasan: se está dispuesto a discutirlo todo menos aquello que cada uno da por supuesto y que incluso suele ignorar. En realidad, que “hablando se entiende la gente” sólo es cierto si los interlocutores comparten un poso de prejuicios comunes suficientes como para, sin cuestionarlos, poder entender la significación de lo que sostiene la otra parte. Cuando no existe este punto de partida, el diálogo se convierte en inútil. No hace falta que diga que, desde esta perspectiva, cuando escuchamos argumentos que no compartimos, que nos parecen contradictorios o directamente absurdos, la única posibilidad de entender su sentido es procurar ir un poco más allá de lo que afirman para intentar descubrir las bases ocultas, los prejuicios que los fundamentan o las evidencias no discutidas que los sostienen.

 

Es obvio que este ejercicio de deconstrucción de las evidencias no tan sólo es difícil de llevar a cabo para el interlocutor que no las conoce ni comparte, sino todavía más para quien apoya en ellas toda su interpretación del mundo y el sentido de la posición que ocupa en él. Conocer las bases más débiles de nuestras convicciones más fuertes, exige una enorme entereza moral. Darse cuenta de la contingencia de nuestras seguridades y seguir actuando como si todo fuera claro, forma parte del mismo aprendizaje de la vida en sociedad, aunque pocas veces tengamos el coraje, o los recursos éticos e intelectuales, para ser conscientes de ello. En sociología, de esta capacidad de actuar “como si” nuestra comprensión del mundo fuera la única, o la buena, la solemos calificar de “suspensión de la duda”. Suspensión, o aplazamiento para más adelante. Recuerdo bien la respuesta en un programa de televisión de TV3 –un 30 minuts de los años noventa– de un joven de quince años escolarizado en un centro religioso que, al ser interrogado sobre la existencia o no de Dios, con cara de espanto, decía: “Bueno, en eso ya pensaré cuando tenga treinta años… Ahora no toca”.

 

Si estas reflexiones las trasladamos al campo político, se comprende porque tan a menudo sus debates pueden ser calificados como un diálogo de sordos. El partidismo ocupa el lugar del prejuicio, y sin la capacidad para la revisión de aquello que se da por descontado, no hay diálogo posible. En particular porque en los partidos políticos aquello que en la vida de cada día son las evidencias colectivas en su caso toma la forma de ideología explícita, tanto o más difícil revisar sin aparecer como traidor a la causa. Pero también es en el campo de la política donde se descubre una dimensión relevante en la formación y resistencia del prejuicio: el interés. Efectivamente, si las evidencias colectivas son tan resistentes, no tan sólo se debe al hecho de que son compartidas por muchos, sino a que sobre todo son consistentes con nuestros intereses.

 

En el plano personal, hay varios ejercicios mentales que permiten escapar, aunque sea modestamente, de la jaula estrecha del prejuicio, del mundo dado por descontado o de la evidencia colectiva. Por una parte, se puede intentar pensar a la contra. Es decir, buscar argumentos que discrepen de los propios. De la otra, es un buen ejercicio ponerse en la piel del otro para intentar comprender su posición. En ambos casos, hace falta ir más allá de lo que es inmediatamente perceptible e intentar averiguar qué nos ha llevado a nuestras propias posiciones –en una especie de incipiente autoanálisis o autocrítica– y qué puede haber condicionado a la persona dentro de cuya piel pretendemos ponernos. Se trata de un ejercicio de introspección que exige una suspensión radical del juicio para hacer posible la comprensión, tan lejos cómo podamos llegar. Una suspensión, claro está, que no significa el abandono definitivo de los propios criterios, sino tan sólo un aplazamiento. De vuelta al propio mundo, recuperaremos nuestro punto de vista. Pero la experiencia debería permitirnos una mayor comprensión del otro relativizando nuestra posición inicial o, si es el caso, para poder hacer de ella una más firme defensa.

 

Entiendo que alguien pueda considerar todas estas disquisiciones más propias de una insolación veraniega que de un plan de acción racional de cara a preparar el nuevo curso. Y, sin embargo, esta manera de acercarse al mundo, de ver pero también de vivir la vida social, no es otra cosa que lo que ya proponía Charles W. Mills a mediados del siglo pasado en su defensa de la extensión de una “imaginación sociológica” como cualidad necesaria para comprender un mundo diverso, abierto e incierto. Tanto aquél, como el actual.

 

 

http://www.lavanguardia.com/20130815/54378567273/algo-de-imaginacion-sociologica-salvador-cardus-i-ros.html