Estado de derecho torcido

Las revoluciones inglesa, americana y francesa de los siglos XVII y XVIII supusieron un cambio decisivo en las relaciones políticas entre las instituciones de poder y la población. El establecimiento de Constituciones escritas, de listas de derechos y libertades, así como de técnicas de limitación del poder -separación de poderes, principio de legalidad, elecciones competitivas, federalismo, etc.- conforman el núcleo de lo que después se ha desarrollado en los Estados democráticos y sociales de derecho de los siglos XX y XXI. Se trata de una serie de cambios emancipadores que convirtieron los antiguos súbditos de las monarquías europeas en ciudadanos -en el caso americano a través de una guerra de secesión respecto a la Corona británica.

El concepto moderno de ciudadanía se instaló, así, en el corazón mismo de la legitimidad política de los sistemas liberal-democráticos. Por otra parte, el nacionalismo surgió en paralelo al concepto de ciudadanía. Las revoluciones francesa y americana consolidaron la «nación de ciudadanos». La expresión «We the people» se refiere usualmente a ciudadanos de estados concretos. De hecho, los estados no han dejado de ser agencias nacionalistas durante toda la época contemporánea. Todos los estados son nacionalistas, lo que conlleva luces y sombras en términos de emancipación cuando las sociedades son mucho más plurales de lo que presuponen las concepciones liberales, democráticas y socialistas tradicionales.

En el caso de las sociedades plurinacionales, las luces emancipadoras del liberalismo democrático clásico arrastran la sombra de una voluntad de las instituciones de los estados de homogeneización cultural y de uniformismo nacional. Una voluntad que en la práctica juega en contra de aspectos clave de la emancipación de los ciudadanos con rasgos nacionales y culturales distintos a los de las mayorías. Los Estados Unidos y Francia presentan aspectos que no resultan precisamente elogiables sobre el tratamiento dispensado a las minorías étnicas, nacionales o culturales durante los últimos 225 años.

Los estados de derecho han significado una conquista indiscutible. Pero el progreso siempre incluye costes, especialmente para los peor situados de las sociedades, ya sea en términos socioeconómicos o en términos nacionales y culturales (que son dos grupos de ciudadanos no necesariamente coincidentes). Este es un tema que se ha convertido en relevante para la teoría política de las tres últimas décadas. Algunos, sin embargo, parece que todavía no se han enterado.

Marguerite Yourcenar imagina de manera magnífica las reflexiones racionalmente escépticas del emperador romano Adriano sobre la función y las consecuencias negativas que tienen a veces las leyes: «Debo confesar -dice Adriano- que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las murallas de esta red tan frágil […]. Las más remotas participan del salvajismo que se esforzaban en corregir, las más venerables siguen siendo un producto de la fuerza […]. Cambian menos rápidamente que las costumbres; peligrosas cuando quedan por detrás de estas últimas, lo son aún más cuando pretenden precederlas» (Yourcenar, «Memorias de Adriano»).

En el caso concreto del Estado de derecho español, la decepción es constante y permanente. Se trata de un Estado de derecho en el que brilla repetidamente la ausencia de una separación real de poderes, en el que el teórico árbitro -el Tribunal Constitucional- está presidido por un militante del partido que gobierna, en el que los índices de corrupción de los principales partidos son muy altos con relación a otras democracias, en el que acusaciones políticas y periodísticas falsas y difamatorias quedan sin ningún tipo de sanción, en el que hay incumplimientos constantes del gobierno central sobre pactos y compromisos contraídos previamente, en el que el fraude fiscal es el doble de la media europea, etc. El Estado de derecho español es muy anticuado en términos liberal-democráticos. Es un Estado de derecho torcido.

Todo ello amenizado con casos tan edificantes como los de Bankia y el Castor (creo que la ciudadanía debería negarse a pagar la compensación a esta empresa) y con declaraciones de algunos dirigentes políticos que muestran una contrastada profundidad analítica y grandes conocimientos históricos cuando afirman, sin complejos y con una contundencia digna de una causa mejor -tal como recordaba recientemente Juan B. Culla-, que «España es la nación más antigua de Europa» o que «el Estado de las autonomías es el más descentralizado del mundo». Se trata de aseveraciones ridículas, dignas de estudiantes que suspenden también en septiembre y que hacen reír repetidamente hasta el éxtasis a los académicos extranjeros que conocen la realidad del país.

Esto de seguir insertados coactivamente en España es francamente muy pesado. La historia liberal-democrática española es una historia triste. Triste y convulsamente autoritaria. Teñida aún hoy de actitudes y de estilos predemocráticos. En los hechos y en las palabras. Sombras sobre sombras. Mientras las cosas no cambien radicalmente, los costes de la dependencia (de la no independencia) son y seguirán siendo muy altos para la mayoría de los ciudadanos de Cataluña. Es difícil, prácticamente imposible en el mundo, que muchos ciudadanos hagan suya una Constitución que se interpreta sistemáticamente en contra de la realidad y de las aspiraciones de la mayoría de una entidad nacional, y donde sistemáticamente las instituciones del Estado muestran una vocación de ahogo económico, de recentralización de competencias, de distribuciones presupuestarias y de infraestructuras discriminatorias, de falta de reconocimiento de la diversidad nacional y lingüística, etc.

En los próximos meses serán necesarias tres cosas: 1) mucha racionalidad desde la dirección política y social del proceso político actual, 2) una intensa política de internacionalización y 3) mantener la intensidad y la ejemplaridad de la movilización ciudadana realizada hasta ahora. El 2015 puede ser un año clave. Para los catalanes de ahora y para los del futuro.

ARA