El Estatuto de Cataluña y la ‘West Lothian question’

La proposición de nuevo Estatuto aprobada por el Parlamento de Cataluña y tomada en consideración por las Cortes Generales plantea bastantes dudas en cuanto a su conformidad con la Constitución. De esto se ha hablado mucho y resulta bien conocido. Se ha hablado sorprendentemente poco, en cambio, de que la proposición de Estatuto suscita también algunas reservas en términos de democracia.

Y esto ya no es un problema jurídico, que pueda resolverse a lo largo de la tramitación parlamentaria, sino político y moral. En efecto, si la proposición de Estatuto llegase a entrar en vigor con sus rasgos básicos inalterados (asunción de atribuciones estatales, blindaje competencial, sistema de financiación diferenciado, administración de justicia propia, etc.) las instituciones centrales del Estado, comenzando por las Cortes Generales, verían recortados drásticamente sus poderes en Cataluña; pero los electores catalanes seguirían enviando sus diputados y senadores a Madrid como hasta ahora y, en ese sentido, mantendrían intacta su capacidad de influencia sobre los asuntos del conjunto de España. Se trataría, por utilizar un término en boga, de una posición «asimétrica».

Hay que decir, para ser absolutamente francos, que ciertas dosis de asimetría siempre han estado presentes en nuestro Estado autonómico. La propia Constitución preveía dos vías de acceso a la autonomía, una rápida y otra lenta; y es también en la Constitución donde encuentran fundamento los regímenes fiscales especiales del País Vasco, Navarra y Canarias. A ello hay que añadir que sólo algunas Comunidades Autónomas tienen lenguas propias o derechos civiles forales y, por tanto, sólo ellas tienen competencias en esas materias. Ahora bien, las sucesivas reformas de los estatutos de autonomía, fruto de pactos entre el PSOE y el PP, han conducido a una sustancial homogeneidad de las competencias y los niveles de autogobierno de todas las Comunidades Autónomas. En este contexto, lo que hoy en día hay de asimétrico es relativamente poco y, desde luego, no constituye una seria amenaza a la igualdad de todos los ciudadanos españoles en cuanto a su capacidad de influir en los asuntos colectivos. La proposición de nuevo Estatuto catalán, por el contrario, quiebra la sustancial homogeneidad antes mencionada y, precisamente por ello, su aprobación introduciría un grado muy elevado de asimetría en el Estado autonómico. Sería entonces razonable preguntarse por qué, si las instituciones centrales del Estado tienen escasos poderes en Cataluña, los ciudadanos catalanes deberían seguir participando en pie de igualdad con los demás españoles en dichas instituciones centrales. Este es un problema de teoría de la democracia que, en rigor, no es nuevo. Ha sido ampliamente debatido en el Reino Unido, donde se conoce como la West Lothian question. Fue formulado por vez primera a fines de los años setenta, cuando se comenzó a debatir la posibilidad de dotar a Escocia de autonomía, por un político llamado Tam Dalyell, que era diputado liberal precisamente por la circunscripción de West Lothian, cerca de Edimburgo.

Competencias

El problema puede enunciarse así: si el Parlamento escocés recibe competencia sobre un amplio número de materias, incluidas aquéllas que afectan más directamente a la vida de los ciudadanos, ¿por qué debería seguir habiendo diputados escoceses en el Parlamento del Reino Unido, con poder para deliberar y votar sobre asuntos que no conciernen ya a Escocia, sino sólo a las otras partes del país (Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte)? Que la West Lothian question no es un capricho académico lo demuestra el hecho de que ha sido -y sigue siendo- muy controvertida en el Reino Unido, máxime después de que Escocia obtuviera efectivamente la autonomía en 1998. Baste mencionar el ejemplo de dos polémicas leyes aprobadas por el Parlamento del Reino Unido durante la pasada legislatura: una relativa a la transformación de los hospitales públicos en fundaciones, y otra sobre incremento de las tasas universitarias. Pues bien, la mayoría a favor de ambas leyes fue muy estrecha y, aunque gran parte de su contenido no es de aplicación en Escocia, nunca habrían salido adelante sin el decisivo voto de algunos diputados escoceses. El problema, como se verá enseguida, no tiene fácil solución, por lo que no es extraño que haya recibido respuestas muy distintas. Un repaso a la polémica británica puede arrojar luz sobre lo que hoy se discute en España. De entrada, están quienes sostienen que se trata de un falso problema. Unos piensan que el problema es falso porque el Parlamento del Reino Unido puede siempre modificar, suspender o incluso suprimir la autonomía escocesa; y otros piensan que es falso porque cabría dotar de similar autonomía a las otras partes del Reino Unido, de manera que el desequilibrio desapareciera. En todo caso, es importante observar que nada de ello sería predicable en España. No es verdad que el nuevo Estatuto de Cataluña pudiera ser suprimido por las Cortes Generales, ya que la reforma de los estatutos de autonomía ha de hacerse mediante el procedimiento previsto por ellos mismos, con ulterior aprobación por ley orgánica estatal (artículo 147 de la Constitución). Y es muy dudoso que cupiera generalizar a todas las Comunidades Autónomas lo previsto en el nuevo Estatuto catalán porque, aparte de que significaría de facto la desmembración del Estado, lo que aquel texto abiertamente persigue es que Cataluña tenga una posición singular.

Problemas de la asimetría

Se trata, por tanto, de un problema real, y así parece reconocerlo la mayor parte de quienes lo han analizado. ¿Cómo solucionar, entonces, las dificultades que, para el correcto funcionamiento de la democracia, genera la asimetría? En el debate británico, las respuestas han sido tres:

1) Suprimir pura y simplemente la representación de Escocia en el Parlamento del Reino Unido. Esta es la solución más radical. Solucionaría, sin duda, el problema democrático; pero su coste sería elevado, pues equivaldría a una secesión o, si se prefiere, a un repudio. Además, hay que tener en cuenta que, incluso en textos tan maximalistas como la proposición de nuevo Estatuto catalán, siempre quedan unas pocas materias de competencia del poder central, tales como la defensa y, en alguna medida, las relaciones internacionales.

2) Reducir la representación de Escocia en el Parlamento del Reino Unido. Se busca, así, que el peso relativo del electorado escocés en Londres corresponda a lo que Londres puede decidir con respecto a Escocia. Esta solución es menos radical, pero difícil de poner en práctica: ¿cómo se cuantifica el peso relativo de los asuntos sobre los que el Parlamento del Reino Unido sigue siendo competente en Escocia? Aquí conviene hacer una breve digresión. Entre nosotros, alguien podría argüir que muchos ciudadanos de Cataluña sufren ya una merma de su peso electoral relativo, ya que las peculiaridades del sistema de elección del Congreso de los Diputados (sistema proporcional de lista, más circunscripción provincial, más tope constitucional máximo de cuatrocientos escaños) hacen que obtener un acta de diputado exija veinte veces más votos en las provincias más pobladas que en las menos pobladas. Ahora bien, siendo esto cierto, no hay que olvidar que el alejamiento español del ideal democrático «una persona, un voto» es neutral con respecto a las reivindicaciones nacionalistas: es verdad que el voto de los ciudadanos de la provincia de Barcelona pesa mucho menos que el de los de la provincia de Palencia, pero lo mismo se podría decir de Madrid con respecto a Lérida. Lo único que razonablemente cabe inferir de estas actuales desigualdades en el peso relativo del voto es que a nuestro sistema electoral le vendría bien una revisión.

3) Establecer que los diputados escoceses en el Parlamento del Reino Unido sólo puedan deliberar y votar en aquellos asuntos que afectan a Escocia. Quizá ésta sea la solución más prudente, por ser la menos traumática. Pero tiene el inconveniente de la complejidad, ya que implicaría la existencia de un Parlamento con composiciones múltiples según los asuntos, y tal vez también con mayorías distintas en cada caso. A ello hay que añadir que no sería fácil elaborar la lista precisa de los asuntos en que los diputados escoceses -o catalanes- deberían tener voz y voto. Tratándose de la potestad legislativa, aún cabría usar como criterio las materias que sigan siendo de competencia estatal; pero ¿qué pasaría con las atribuciones no propiamente legislativas del Parlamento como, por poner el ejemplo más obvio, otorgar o retirar la confianza al Gobierno?

Observaciones

Llegados a este punto, hay que hacer dos observaciones adicionales. Una es que traer a colación la West Lothian question no es en absoluto neo-centralista. El problema de teoría de la democracia que se acaba de exponer puede no surgir en el sistema más descentralizado que quepa imaginar, siempre que todos los territorios que lo componen tengan similares competencias y prerrogativas. Y, por supuesto, tampoco surge si lo que se reivindica es lisa y llanamente la independencia. El problema no deriva del grado de descentralización, sino de la asimetría, es decir, de que algún territorio disfrute de una posición que los otros territorios no tienen. Es precisamente la asimetría lo que impide hallar una solución satisfactoria a la West Lothian question, pues no está dicho que sea posible tratar como iguales a ciudadanos de territorios desiguales.

La otra observación es que centrar el debate sobre la proposición de nuevo Estatuto catalán sólo en la constitucionalidad del mismo, incluida la famosa calificación de Cataluña como nación, puede ser un error. No digo que el respeto por la Constitución no sea importante, ni que el uso de la palabra «nación» -o de sus derivados- sea trivial. No lo creo. Ahora bien, discutir sólo de esto crea una cortina de humo que impide ver algo aún más importante: que el nuevo Estatuto catalán, tan celoso ante cualquier atisbo de intromisión, permitiría a los catalanes seguir participando como hasta ahora en los asuntos de los demás españoles, los cuales, sin embargo, carecerían de capacidad decisoria con respecto a Cataluña. Y esto equivaldría, ni más ni menos, a admitir la existencia de ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Incluso si, en pura hipótesis, se revisara la Constitución para adaptarla a esa situación asimétrica, la cuestión política y moral subsistiría, porque los postulados básicos de la democracia son los que son. Esto deberían tenerlo presente quienes han de decidir qué hacer con la proposición remitida por el Parlamento de Cataluña y considerada por las Cortes Generales: no se puede querer a la vez, por decirlo con tosca frase castellana, el caldo y las tajadas. Pedir la independencia, siempre que se haga pacíficamente, es legítimo en democracia; pedir privilegios no lo es.

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