El compromiso de la clase intelectual

En “Fragmentos sobre Zola” (1952), Thomas Mann se lamentaba de la pobreza de los intelectuales y reclamaba su compromiso y presencia para ayudar a  la resolución de los conflictos que asolaban a la Humanidad. Años más tarde, M. T. Moschino nos los describe como “políticamente sometidos, ideológicamente serviles, aduladores de los grandes, cortesanos zalameros de títulos que llevan como medallas (catedráticos de universidad, filósofos), a menudo picos de oro y, a veces, brillantes estilistas, tienen, como se dice, “todo lo que hay que tener para agradar”. No es de extrañar que hayan seducido a los medios de comunicación, ni que, a cambio, los medios se sirvan de ellos”. Y continúa: “el intelectual puede pensar y aportar ideas a los políticos, poco dados para el pensamiento y la reflexión. Debe denunciar las injusticias, las taras del sistema, los mecanismos alienantes. Sin concesiones”. El desaparecido (2003) Edwar W Said, miembro del Consejo Nacional Palestino (1977-1991), en su libro “Cultura e Imperialismo” nos dice que:”lo que me interesa es la manera en que, generaciones más tarde, el conflicto continúa manifestándose en formas empobrecidas y, por ello, más peligrosas, gracias al alineamiento acrítico de los intelectuales e instituciones de poder que reproducen el modelo de la historia imperialista anterior. Esto da por resultado la práctica de una cultura intelectual de la culpa y una drástica reducción de la calidad del material propuesto a la atención y controversia por estudiosos e historiadores de la cultura con resonancia pública”. Y, en fin, en un mundo en el que la situación intelectual resulta desoladora (U. Beck), nuestro pueblo no se libra de tan pesada losa.

Pero es que, además, nuestros intelectuales (¿) se acomodan, salvo excepciones  a las que nos referiremos más adelante, a las ideas y prácticas de los nacionalismos español y francés , para dedicarse a falsificar la historia y a apagar las memorias. Para ello se sirven de los abundantes medios a su disposición, utilizándolos para devaluar y, si es posible, anular al sometido. Olvidan la función principal del intelectual: la función crítica, el rechazo total del compromiso con los dominadores y pasan a engrosar el poderosísimo aparato de represión junto con los tradicionalmente llamados poderes fácticos de ocupación, acostumbrados a que les corresponda tanto el botín, como la versión de los hechos. Tratan de hacerse ver como heroicos y grandes, oponiendo irremediablemente las dos figuras: la propia, gloriosa y la del sometido, despreciable. Pretenden ocultar vejaciones, detenciones, inhabilitaciones, castigos, torturas, mecanismos de represión… Y cuando no lo consiguen, los justifican. Siempre absolviéndose. No les basta con mantener al pueblo ocupado bajo su dominio y vaciar sus cerebros de toda forma y contenido; además, por una especie de lógica perversa, se vuelven hacia el pasado, lo distorsionan, lo desfiguran y lo destruyen. En este proceso utilizan lo narrativo para disolver recuerdos que les resultan incómodos o para ocultar la violencia (¡Qué pocas veces se lee en los periódicos que la ocupación es la causa mayor  de la violencia!). Crean una especie de amalgama de artes de la narración de la que nos resulta dificilísimo escapar. Deslegitiman toda acción, incluso las no violentas, que intente consumar el derecho de nuestro pueblo a recuperar nuestras libertades, nuestra soberanía, en definitiva, nuestro Estado -violentamente arrebatado- y las califican de terroristas, no teniendo reparos en incumplir y conculcar el contenido de la Declaración Universal de los DD HH (Art. 2.2), la Carta de las Naciones Unidas (Art. 1.2) y diversas resoluciones de la Asamblea General, como las adoptadas en la sesión del  16 de Diciembre de 1966 (Art. 1.1) o de Diciembre de 1987, todas ellas referidas a los derechos y libertades de los pueblos y se permiten aplicar una legislación antidemocrática e injusta, cuestionada también en las mas altas instancias internacionales.

A este panorama se contraponen quienes, al principio, considerábamos excepciones en el mundo intelectual. Se han empeñado, con una escasez de medios manifiesta, en una lucha desigual, tratando de hacerse oír en una sociedad acostumbrada a la imagen del suceso más que a la lectura reflexiva de la noticia. Con rigor y tenacidad, nos ayudan a conocer la verdad (¿para qué, si no, sirve la inteligencia?), superando toda clase de dificultades con escasísimos recursos materiales. Hasta ahora habían sido individualidades, de las que, afortunadamente, el País no carece (la obra de Arturo Campión, el pensamiento de Oteiza, el trabajo incansable de Jimeno Jurío o la clarividencia de Tomás Urzainqui, por citar algunos). Ahora, en un paso hacia adelante, nos encontramos con NABARRALDE. Con un esfuerzo titánico, las personas que colaboran y se han responsabilizado de su andadura son un ejemplo de actitud comprometida y decidida en la divulgación de la Historia, la cultura, la complicada vida de nuestro Pueblo, siempre defendiéndose de las agresiones externas que, a lo largo de los siglos,  no le han permitido épocas de sosiego, en una lucha permanente por ocupar el lugar que nos corresponde en ese conjunto de pueblos y naciones que hemos dado en llamar “Humanidad”. A través de sus trabajos y publicaciones, proponen un proyecto de futuro ilusionante, a pesar de que haya personas y grupos que les tachan de retrógrados e historicistas (“Cuando se niega a mirar al pasado a la cara, también se acaba negando la realidad presente”, podemos leer en el libro “Entre Muros”, de S. Cypel), aportando criterio y creatividad que ayudan a superar la situación actual. Presentan con seriedad y precisión , por medio de la reflexión y el análisis desde todos la  puntos de vista –social, político, cultural y económico- que afectan al desarrollo equilibrado de la sociedad, la única solución posible y definitiva a nuestro problema: la recuperación del Estado Vasco, lo que, además, garantizará el que la generaciones futuras puedan disponer de las condiciones óptimas para su evolución y desarrollo y tengan presencia en los foros de decisión de este mundo globalizado, de los que, de momento, estamos excluidos. Todo ello mediante un procedimiento que ha de ser “radicalmente democrático y generoso”, tal y como nos manifestaba recientemente Salvador Cardús en una de las conferencias organizadas por Nabarralde.  Con respeto y amplitud de miras, dan cabida a toda clase de sensibilidades Encajan, sin lugar a dudas, en la función que, de alguna manera, Edward W. Said dejó encomendada a los intelectuales, a quienes incumbe, dice, “la tarea de universalizar explícitamente la crisis, de darle un alcance humano más amplio a los sufrimientos que haya podido experimentar una nación o raza particular, de asociar esa experiencia con los sufrimientos de otros”.

Resulta muy dificultoso divulgar este planteamiento por los cauces habituales que, en un principio, no se muestran muy dispuestos a aceptarlo. Puede ser porque no ofrece perspectivas de mejoras y promociones personales a quienes ocupan posiciones de influencia en el complicado mundo de la comunicación. “…Antes estaba tranquilo. Ahora sé y debo hablar. Pero ¿qué debo hacer para que me escuchen? (A. Gide. “Viaje al Congo”. 1915).

Como conclusión, tomaremos prestada la reflexión de R. Kapuscinsky en su admirable libro “El Imperio”: “Existe una contradicción insalvable entre la rígida y apocalíptica naturaleza del imperio y la clásica y tolerante de la democracia. Las minorías étnicas que habitan en el Imperio aprovecharán la más breve brisa de la democracia para separarse, para independizarse, para autogobernarse. Para ellas, ante el lema democracia existe una sola respuesta: libertad. Una libertad entendida como separación, lo que, evidentemente, despierta la oposición del pueblo en el poder, el cual, para mantener su privilegiada posición, está dispuesto a usar la fuerza, a solucionar los problemas por la vía del autoritarismo”.

Pues eso.

 

Nota.- La utilización del género en la primera parte, es intencionada.

 

Publicado por Nabarralde-k argitaratua