Barça: antropología política

El Barça es ciertamente mucho más que un club. De hecho, la situación política de Cataluña da igual si lo quieren o no sus seguidores, los seguidores de otros equipos, o los indiferentes, para muchos catalanes en la práctica el club cumple el rol de la selección nacional que nos impide tener. De selección nacional de verdad, se entiende. ¡Pero ahora hay que disfrutar del carpe diem que nos ofrece este Barça!. Como equipo, como deporte, como arte colectivo. Y como símbolo de buque insignia cosmopolita de la sociedad civil catalana.

Tanto la práctica como diferentes disciplinas nos informan que, para muchos individuos, una de las fuentes más extendidas de felicidad es que su equipo favorito participe en competiciones importantes. En caso de victoria, los cerebros de los aficionados generan y se inundan de componentes químicos vinculados al placer y al bienestar. Como espectador puede no gustarte el fútbol u otro deporte, claro, pero entonces te pierdes ciertas dimensiones de la vida (al igual que te pierdes otras dimensiones si no te gusta, por ejemplo, la música, la ciencia, viajar, el teatro, la filosofía, la gastronomía, el cine o la práctica de algún deporte). La afición al fútbol (¡qué gran invento!) conecta con dos elementos básicos y casi universales de carácter antropológico: el fondo emocional que resulta imprescindible para nuestras decisiones prácticas -incluidas las que llamamos «racionales»-, y un sentimiento de grupo que da identidad inmediata a los individuos.

La cultura occidental, desde los tiempos de Sócrates y del cristianismo, ha separado mucho el mundo humano del mundo animal. Esto es un grave error. Hoy sabemos que el comportamiento social de los humanos tiene unos claros orígenes biológicos. Tanto nuestras conductas competitivas como cooperativas remiten a nuestro pasado evolutivo. La racionalidad también interviene, por supuesto -y no siempre para bien-, pero se trata de una habilidad añadida mucho más tarde a nuestros cerebros. Hoy también sabemos que la moralidad no es una invención de los humanos, sino una característica que compartimos con otras especies animales. Lo que varía es el grado de complejidad. También compartimos comportamientos como la reciprocidad, la territorialidad, los grupos jerarquizados, el castigo a los tramposos, así como un conjunto de emociones como el miedo, la vergüenza, la empatía, la compasión o la culpabilidad.

Parece que cada vez tiene más sentido postular (Hauser) que nacemos con unos «circuitos cerebrales» que contienen reglas morales abstractas y con disposición a aprender nuevas, de forma similar a la disposición que tenemos de adquirir algún lenguaje (Chomsky). Estas serían dos características universales, comunes a todas las culturas, las que modulan y particularizan unas capacidades transversales previas.

Por otra parte, sabemos que la selección natural nos ha remitido a formar parte de grupos. Es importante entender bien los orígenes biológicos de los humanos para pensar bien las sociedades y sus relaciones de poder (creo que un buen curso sobre la evolución de la vida y el funcionamiento del cerebro debería ser materia obligatoria en todas las carreras de ciencias sociales y de humanidades). También, como sabía Isaiah Berlin, para entender bien los nacionalismos, los de estado y los no estatales. Las antropologías de Hobbes (y de ciertas teorías económicas) y de ciertas filosofías «posnacionales» o basadas en un pretendido «consenso lingüístico» resultan demasiado simples: desenfocan la realidad. Los humanos somos mucho más ambivalentes y mucho más grupales. No somos exactamente ni «egoístas racionales», ni individuos aislados, ni «altruistas desinteresados». Hablando la gente no tiene por qué entenderse. Más bien a menudo ocurre lo contrario. El Kant viejo, más escéptico y post-ilustrado que el más conocido, y creo que más acertado que el Kant analista de la moral, captó bien esta sociabilidad ambivalente de unos humanos que a la vez «quieren y sufren», a través de su concepto de la insociable sociabilidad que nos caracteriza, y a la que Kant ya veía como el motor del progreso. Barça. Emociones positivas. Sentimiento colectivo. Cataluña cosmopolita.

 

ARA