‘La Risiera’ (y nuestras ruinas)

En la noche del 29 al 30 de abril de 1945, el ruido y la luz de una detonación advirtieron a los ciudadanos de Trieste de que algo sucedía en la periferia urbana de la ciudad, donde se alzaban borbotones de humo negro y resplandor de llamas.

Había sido una jornada complicada para todos. En Alemania, Eva Braun y Adolf Hitler se habían quitado la vida. Un par de días antes, Mussolini y su amante, Clara Petacci, tras ser detenidos en las cercanías del Lago di Como, eran fusilados y sus restos colgados por los pies en una gasolinera. Por la mañana, el Comité de Liberación Nacional (CLN) había dado la orden de insurrección general, por lo que la resistencia, allí donde estaba organizada y podía, salió a las plazas y calles del país, irrumpió en las carreteras y abandonó los montes para hostigar a las tropas de ocupación en retirada y capturar o liquidar a los fascistas todavía leales a la “República de Salò”, un Estado fascista puro desarticulado el día anterior, y que desde su fundación en septiembre de 1943 no había sido más que una suerte de protectorado alemán –establecido en Lombardía, y con su capital diseminada en Salò, Milán, Gargnano, Mantua y Verona– para que los ocupantes pudieran controlar mejor el norte y la región de Venezia-Giulia. En aquel 30 de abril tenía lugar la última y verdadera batalla entre partisanos y tropas alemanas en Monte Casale, cerca de Mantua. En Trieste, siguiendo el llamamiento insurreccional del CLN, los partisanos se lanzaron a liberar el centro urbano, mientras que los partisanos comunistas que no estaban integrados en el CLN, sino en el ejército yugoslavo atacaban el altiplano para garantizar la protección de la ciudad durante su liberación. Al anochecer, prácticamente todo el centro de Trieste había sido liberado. La mañana siguiente avanzaron hacia la periferia urbana, y entonces supieron a qué se debían la explosión, las llamas y el humo –con el que, por otra parte, se habían familiarizado desde hacía un año, aproximadamente–. Los alemanes habían evacuado La Risiera ubicada en el barrio de San Sabba, se habían llevado parte de los prisioneros y habían dinamitado el horno crematorio instalado allí en 1944. Se trataba de no dejar rastro de los crímenes cometidos durante la ocupación, pero antes habían incinerado, junto a carbones de restos humanos, toda la documentación relativa a la gestión burocrática del lugar, destruyendo con esta acción las pruebas materiales sobre el único horno crematorio existente en la Europa meridional: el de La Risiera.

El gran complejo de edificios de La Risiera, una antigua arrocera destinada al descascarillado y a otros tratamientos del arroz (riso en italiano) construida en 1904 en el barrio suburbano de San Sabba, se convirtió en el primer campo de encarcelamiento provisional para militares italianos capturados después del armisticio del 8 de septiembre de 1943, y a finales de año se estructuró como campo de detención destinado tanto a la clasificación de los deportados a Alemania y Polonia (además de depósito de bienes saqueados), como a la detención y eliminación de rehenes, partisanos, dirigentes políticos y judíos. Con esta finalidad, se instaló un horno crematorio en el secadero de la fábrica, mientras que el área para detenidos se acondicionó en el interior de un segundo patio del complejo industrial. Ambos fueron dinamitados por los nazis en aquella noche. Entre los cascotes se recuperaron huesos y cenizas humanas recogidas en sacos de papel y que tenían que haber sido arrojados al mar. Las prisas lo impidieron.

A pesar del atentado, y la completa destrucción del horno y su chimenea, La Risiera mantuvo casi invariable su estructura original –a diferencia de los campos de Ferramonti y Fossoli– y por ello constituye un documento importante para la historia de la guerra y la ocupación de Italia.

Años después, algunos incendios, el abandono, dejaron La Risiera en estado de semiruina. La insistencia de las asociaciones de antiguos partisanos facilitó que en 1965 el presidente de la República, Giuseppe Saragat, declarase La Risiera monumento nacional, y que de inmediato el Ayuntamiento de Trieste convocase un concurso para transformar el conjunto fabril en museo memorial. Fue así como el arquitecto Romano Boico materializó su complejo y brillante proyecto arquitectónico que convirtió aquel espacio triste, ruinoso, periférico, en un lugar que documentaba y evocaba. No añadió nada. Tan sólo cortó y restituyó. Eliminó los edificios en ruina, perimetró el contexto espacial con muros de hormigón que se alzaban once metros, articulados de tal forma que constituyen un acceso inquietante en el mismo sitio donde se hallaba la entrada; enrejó el patio para identificarlo, según escribió en su proyecto, con “una basílica laica a cielo abierto”. Decidió que las salas que acogían a los prisioneros estuvieran completamente vacías y que las estructuras de madera fuesen descarnadas; en el edificio central ubicó una exposición concisa, compuesta por las sensaciones e imágenes que sugieren los espacios vacíos, las narraciones, los documentos. La Risiera, establecida ya como patrimonio de la República, se inauguraba en 1975, treinta años después del intento de aniquilación.

Anteayer vi imágenes de los restos ruinosos de la prisión de Carabanchel, y la cabeza se me fue a La Risiera; y me acordé también, por esas extrañas conexiones que a su aire establece la memoria, de la orden de destrucción de los archivos del Movimiento y de Falange que dictó Martín Villa, siendo ministro de Gobernación del último gabinete de la dictadura presidido por Adolfo Suárez. Corría 1977. Nuestras ruinas no son más que ruinas.

Público