¡Es la historia, idiota!

¿Qué tenían en común todos los romanos que vivieron la caída del Imperio Romano? Pues que ninguno supo que el Imperio Romano había caído. Roma era una estructura política tan aparentemente eterna que cuando en el año 476 el último emperador fue depuesto los romanos creyeron que aquello sólo era un paréntesis, que antes o después el imperio se restauraría.

 

Ahora bien, si me permiten añadir una opinión personal, diría lo siguiente: que si muchos, muchísimos romanos no se dieron cuenta de la caída del imperio no fue porque tenían la esperanza de que resucitara, o porque no tenían suficiente perspectiva histórica, sino por un motivo mucho más trivial: porque hay gente que nunca se entera de nada. Si algo caracteriza a la mayoría de los seres humanos es la aversión casi patológica al hecho político, o histórico, como quieran llamarlo. En realidad, si examinásemos la historia de todas las sociedades humanas, incluidos los períodos más turbulentos y dinámicos, veríamos que la mayoría absoluta siempre la tiene el mismo grupo: los indiferentes.

 

Recuerdo que hará unos años leí un trabajo sobre los obreros barceloneses del período 1936-39 que se focalizaba en el régimen de vida cotidiano de los obreros en unos años tan fatídicos y apasionantes. Pues bien, lo que realmente dejaba boquiabierto era la multitud de testimonios personales… ¡que no habían percibido ningún cambio! Es decir, personas que en 1936 trabajaban en fábricas bajo el régimen capitalista y de repente vivieron una revolución anarcosindicalista, personas que en 1938 vivieron cómo la República atenuaba el orden revolucionario, y que en 1939 vivieron cómo el sistema fabril quedaba sometido a un férreo control franquista. Pues aunque parezca increíble muchos individuos no se dieron cuenta de nada. ¡En absoluto! Se limitaban a fichar en el trabajo, al margen de cualquier interés o inquietud moral. El investigador había seguido el método de las historias de vida, y una de las frases que repetían algunos entrevistados era: «Yo no me enteré de ná de ná». Y punto.

 

Hará algún tiempo también leí la carta de una mujer escrita desde la Barcelona asediada por los ejércitos borbónicos. La carta se dirigía a un médico del exterior, y le comentaba los síntomas de la enfermedad de su marido. Lógicamente era un mensaje que sólo buscaba un remedio, pero sorprendía que la única referencia al sitio fuera una breve frase: «Hay ‘francesus’ por todas partes» [sic]. Por los síntomas que la mujer describía el hombre se estaba muriendo de hambre. Es decir, que la historia había entrado dentro de la casa de aquella mujer, incluso estaba a punto de matar a su marido, y ella no entendía nada. De hecho, la referencia a los franceses era puramente circunstancial, porque dentro de Barcelona no había ninguno. Lo más probable era que el encargado de llevar la carta, burlando el bloqueo, hubiera exagerado los peligros para subir el precio del transporte.

 

¿De dónde proviene esta indiferencia, este desinterés por la política? Hay una maldición china que dice «¡Así vivas años históricos!», Porque los años históricos suelen ser apasionantes, pero terribles de vivir. Uno tiende a pensar que el ser humano mantiene las mismas relaciones con la política que los escarabajos con los insecticidas: los han asesinado con tantas fórmulas que al final su organismo se ha vuelto inmune. Afortunadamente siempre nos quedará Hannah Arendt, que tiene una visión más esperanzadora. Arendt afirma que, paradójicamente, las revoluciones no las hacen aquellos sectores que más se beneficiarían del éxito revolucionario, sino individuos concienciados. Arendt examinó un caso de desobediencia civil durante la Guerra de Vietnam. (Recuerden, aquella guerra en la que los blancos enviaron a la guerra a los negros para impedir que los amarillos se volvieran rojos). Y lo que constataba era que la mayoría de los que habían participado en la protesta no eran afroamericanos, ni siquiera orientales residentes en los Estados Unidos, sino WASP (blancos anglosajones y protestantes) teóricamente beneficiarios de esa guerra. En otras palabras: es posible que la masa mayoritaria siempre sea un grupo amorfo y desmotivado, pero el activismo generoso puede cambiar las cosas. Puede cambiarlo todo.

 

Habría podido titular este artículo «Los indiferentes». Porque mañana habrá unas elecciones históricas y, como siempre, una enorme masa de ciudadanos ni siquiera votarán. Se quedarán en casa, como si aquello no fuera con ellos. Pero mañana puede ser un gran día, mañana podremos elegir si somos objetos o sujetos de la historia. Y si usted quiere que sea una noche gloriosa, sólo tiene que hacer un pequeño esfuerzo. Coger por banda a uno de estos indiferentes y gritarle al oído: «¡Es la historia, idiota!»

 

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