El ‘a priori’ de la democracia

Dice el gran jurista Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón –uno de los padres de la Constitución española– que “la nación es el a priori de la democracia”. Es cierto: históricamente, los pueblos se han convertido en entes políticos no por procedimientos legales y democráticos, sino a través de rupturas y anexiones territoriales en procesos generalmente cruentos. ¿Qué son Francia, Italia, Estados Unidos, España… sino resultado de victorias militares, alianzas monárquicas, revoluciones armadas, guerras civiles, genocidios culturales y lingüísticos, procesos violentos de descolonización o de la defensa feroz de intereses económicos territoriales? Sólo una vez establecidas, las naciones se han dotado de un marco jurídico para definir un sistema de derechos y deberes, en el mejor de los casos, de carácter democrático. Así pues, sólo cuando ya hay nación, por artificiosa, azarosa o forzada que haya sido su realización histórica, esta se puede organizar –después– democráticamente. Para entendernos: sin un censo electoral establecido previamente, ¿cómo se podría ir a votar por primera vez?

Es por esa razón que cuando se argumenta que los catalanes no podemos ejercer el “derecho a decidir” fuera de la Constitución lo que se hace, simplemente, es sabotear toda posibilidad de ejercerlo. La Constitución determina, con respecto a su a priori nacional, el fin de la historia de España. Pretende cerrar toda discusión. Efectivamente: la Constitución establece claramente que la única nación reconocida es la española y que, además, esta tiene una naturaleza indisoluble tal que el ejército, en última instancia, tiene la obligación de salvaguardarla militarmente. La Constitución no nos reconoce como sujetos políticos soberanos, como no lo suele hacer ninguna carta magna que haya nacido para establecer el a priori de su nación. Por tanto, el Gobierno español acierta al llevar la declaración soberanista del Parlament de Catalunya al Tribunal Constitucional. Y aciertan los dirigentes del PSOE cuando sostienen el mismo criterio al decir que el único que tiene derecho a decidir es el conjunto del pueblo español, que es el depositario de la soberanía nacional. Sí, la Constitución, en España, certificó su a priori nacional predemocrático.

Por tanto, seamos claros de una vez por todas: el hecho de que los catalanes podamos decidir nuestro futuro de manera soberana, sea cual sea la decisión final que tomemos, implica una ruptura del marco legal español vigente y nos sitúa fuera de la Constitución. No digo que no se pudiera dejar que los catalanes expresáramos en una consulta no vinculante qué futuro nos apetecería más. Pero, entonces, si el resultado fuera salir de la Constitución, ¿qué pasaría? En realidad, al afirmarnos como nación, aun siendo a través de un gesto tan democrático en la forma como es un referéndum o unas elecciones plebiscitarias, lo que haríamos sería establecer a la fuerza un nuevo a priori nacional, tan predemocrático como el del que nos apartamos. Y esta voluntad de la mayoría, si llegara, tendría que considerarse previa, o alternativa, a la realidad nacional que en su día determinó la Constitución española. Es decir: aunque ejerzamos el derecho a decidir con un gesto democrático y no de fuerza militar –afortunadamente, no lo podemos ni queremos hacer de otra manera–, la decisión de llevarlo a cabo ya es un acto de insumisión. Es así que sólo tiene sentido tomar la decisión de tomar ese camino si el resultado es vinculante, es decir, si tiene una fuerza constituyente. Si no fuera así, si sólo interesara conocer qué piensan los catalanes, con una encuesta de opinión tendríamos bastante. Todavía más: si hacemos el gesto de afirmar nuestro a priori nacional, incluso en el caso de que, fruto de la autodeterminación, decidiéramos formar parte del Estado español, nada volvería a ser igual, porque la pertenencia entonces ya no estaría determinada por la Constitución, sino por la voluntad soberana de los catalanes. Y vete a saber si, en esta condición de igualdad entre naciones, de realidad –ahora sí– plurinacional y con un nuevo vínculo establecido de tú a tú, España todavía nos querría dentro del Estado o si, sin formar parte de su proyecto nacional, preferiría dejarnos fuera.

Podría ser, pues, que el desafío secesionista que desde Catalunya se plantea al Estado se perdiera al no conseguir la mayoría necesaria. Sin embargo, si se llega a hacer la consulta, lo que ya se habría ganado es el desafío soberanista, y difícilmente las cosas volverían a ser como antes. Se trata de una situación radicalmente distinta de la escocesa, no tan sólo por la manera como se plantea el conflicto entre el Gobierno británico y el escocés, sino porque allí una derrota del independentismo no cambiaría el punto de partida. Escocia ya es una nación, y simplemente podría mantener los pactos anteriores. En España, no. Desde mi punto de vista, aquí, la sola celebración de una consulta vinculante, antes de conocer su resultado, ya cambiaría lo que eufemísticamente suele llamarse “pacto constitucional”.

Hay que agradecer, pues, la decisión del Gobierno español de llevar al TC la declaración de nuestro Parlament. Despreciarla, como había hecho de entrada, era un insulto a su inteligencia y a nuestra dignidad. Finalmente, le han dado la relevancia que tiene. Sí: se trata de la expresión de la voluntad de establecer un nuevo a priori nacional y, por tanto, inevitablemente, sólo por el hecho de preguntar ya se pone en cuestión el vínculo con la Constitución española. Un vínculo que, si ahora está cuestionado, es por que se ha demostrado una y otra vez que se estaba convirtiendo en una soga, y la Constitución en una cárcel.

 

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