El independentismo español

Dicho así, el título puede parecer un juego de palabras, una comparación equívoca o una bromita, pero el independentismo español existió y tuvo su propio debate interno, que es interesantísimo. En todas las ciudades del Estado, incluida Barcelona, hay un «calle de la Independencia», y no se refiere a la de Malawi o en la de Noruega, precisamente. Como aquellas circunstancias son suficientemente conocidas, sólo haré un recordatorio sintético. El 18 de octubre de 1807 las tropas francesas entraron pacíficamente en el Reino de España, de acuerdo con el Tratado de Fontainebleau. Lo que debía ser un simple tránsito hasta Portugal, sin embargo, se transforma en una ocupación de facto, etc. La pelea durará hasta 1814, hace apenas 200 años. Conviene recordar que en este final Cataluña ya no formaba parte de España: el decreto del 26 de enero de 1812 incorpora el actual territorio, junto con Fraga y Mequinenza, al Imperio Francés. En todo caso, estamos hablando de un buen número de años, no de un episodio efímero. A lo largo de este tiempo, en torno a la corte de José I de España, hermano de Napoleón, muchos intelectuales relevantes se muestran partidarios del statu quo del nuevo reino satelizado de España. No son traidores ni colaboracionistas, al menos en el sentido que adquirirá este término en la Francia ocupada por los nazis. Son otra cosa: afrancesados. Esto es importante remarcarlo para poder entender con claridad tanto la naturaleza del independentismo español de la época como la actitud del unitarismo actual.

El dramaturgo Leandro Fernández de Moratín, por ejemplo, fue un intelectual interesante -el título ‘El sí de las niñas’ engaña: es un tímido alegato feminista que dispuso de una relativa influencia sobre José I. Moratín creía que los ideales de la Revolución Francesa eran preferibles al ruborizador «¡Vivan las caenas!» que se acabaría escuchando después, en 1814. Creía igualmente que los valores ilustrados eran más deseables que el oscurantismo analfabeto. En todo caso, Moratín murió en el exilio y no quiso volver, a pesar de poder hacerlo (Franco lo obligó a volver en 1953, 125 años después de su muerte, y ahora está enterrado en el mismo Madrid de donde huyó decepcionado). Hay muchos otros personajes que se ajustan al mismo perfil, pero ese no es el tema del artículo; lo que nos interesa es la herencia de todo ello.

Empezamos por algo que a menudo se obvia: la plena legalidad del reinado de José I, que no es consecuencia de ninguna invasión militar sino de una suma de tratados imprudentes (Fontainebleau), abdicaciones acomodaticias (Bayona), incompetencia diplomática y militar y decadencia generalizada. Todo bastante deprimente, pero sin duda legal: desde la entrada pacífica y acordada del ejército francés hasta la coronación de José I, que la historiografía romántica española tergiversó hasta límites hilarantes, fabulando sobre qué se le había pasado por la cabeza ‘realmente’ (?) a Fernando VII en Bayona. El independentismo español, incluido el de Cataluña, se alzó en armas contra esta legalidad; pero ante si no tenía sólo soldados franceses sino también compatriotas que -equivocados o no- consideraban que José I garantizaba unos ideales de modernidad antagónicos con los del putrefacto Fernando VII. El nacionalismo español nace en este contexto concretísimo, y esto ayuda a entender -y ahora sí que ya aterrizamos en la actualidad- las reacciones delirantes de algunos diarios al día siguiente de la Diada. No estoy hablando de ideas concretas, que están separadas en el tiempo por 200 años y que sería anacrónico comparar, sino de un determinado tono familiar, perfectamente reconocible, en el que todo resulta altisonante, hinchado, testicular y orgullosamente ajeno a la esfera mental de la Europa moderna. Es un estilo.

¿Existía la posibilidad de otra España, como la de la exquisitamente afrancesada Institución Libre de Enseñanza? Sí, pero acabó prevaleciendo la anterior, sobre todo después de la Guerra Civil. Leyendo, el pasado día 12, ciertos titulares de prensa o ciertos resúmenes -ejem- ‘informativos’ de televisión, uno se da cuenta de que continúa la vieja inercia de asociar la política, o el mismo periodismo, a un puesto chulesco y tabernario. No me sé imaginar un esperpento como el que publicó el diario Abc sobre la Diada en cualquier otra región alfabetizada del mundo. Lo que les fastidia no es la propia ‘V’, sino el hecho de que la gente que la formó fuese sonriente por las calles con sus hijos y la abuela. Demasiada Europa, demasiada civilización, demasiada sociedad civil vertebrada, demasiada organización, demasiada puntualidad. Ay, malditos afrancesados…

Ferran Sáez Mateu
ARA