Acto de soberanía

Uno de los elementos determinantes del 9-N es que se trató de un acto de desobediencia. Ciertamente, el éxito incontestable de la convocatoria se fundamentó en la masiva participación y en la expresión de una mayoría partidaria del Estado independiente cercana a los dos millones de personas. Pero el punto de inflexión respecto a la política gubernamental y en relación con las otras manifestaciones independentistas desde el referéndum de Arenys de Munt del 2009 es que el 9-N partió el sistema constitucional español a través de una acción con el apoyo de la Generalitat. Esta es una circunstancia que reconocen con dolor los portavoces del unionismo en Catalunya y que ha provocado la indignación en el resto del Estado: el gobierno de Mariano Rajoy permitió que las leyes españolas, empezando por la Constitución, no se aplicaran en Cataluña; «el independentismo», ha escrito Andrés Trapiello, «logró en 12 horas lo que no consiguió el terrorismo de ETA en treinta años: liquidar el Estado». España, y toda su estructura de poder y de dominación, estuvo ausente durante el 9-N. Este es a mi juicio el principal triunfo del gobierno catalán y del presidente Mas al frente. Una operación que contradijo frontalmente las hipótesis escépticas procedentes de determinados sectores del independentismo, como las que servidor sostenía y que hay que admitir como erróneas.

Algunos no teníamos ninguna duda de que la mayoría de gobierno de CiU, que había contribuido a cimentar el sistema autonómico y que había claudicado durante casi treinta años ante las agresiones de las instituciones españolas, también se arrugaría en esta ocasión y no desafiaría la providencia del Tribunal Constitucional por la que se suspendía el proceso participativo. No ha sido así, para desconcierto de muchos, empezando por la sorpresa de las autoridades españolas, y hay que felicitarse por ello. Esta vez sí que se ha materializado por parte de Mas un gesto de ruptura y un avance efectivo hacia la soberanía que no había sido previsto por ninguna de las actuaciones anteriores, aunque la puesta en escena, la liturgia y la propaganda hicieran pensar lo contrario (una constante que podría incluir desde la disolución del Parlamento en 2012, la aprobación de la Declaración de Soberanía de enero de 2013 por el Parlamento de Cataluña o el decreto de convocatoria de la consulta no referendaria). Todo ello había naufragado, pero en la determinación de llevar adelante el proceso participativo, el estamento político y el presidente de la Generalitat se apuntan el primer gran triunfo y su credibilidad en el liderazgo del proceso recibe un preciado balón de oxígeno.

Ahora bien, se equivocaría Mas si el acto de soberanía que el 9-N representó no se proyectara hacia nuevas estrategias de desobediencia que culminen con la ruptura definitiva: la declaración unilateral de independencia. El reconocido mérito del presidente en coronar el 9-N no nos puede hacer olvidar los riesgos de utilizar el margen de maniobra ganado para promover una nueva reforma del Estado español en vez de avanzar en la singladura de la separación. Entre las tentativas de reforma hay que contar, en estos momentos de la historia, la confianza en la organización de un referéndum de soberanía acordado con las instituciones del Estado español, sea en los restos de la presente legislatura o en la cercana, en la que se capte un cambio de mayorías en el Congreso de los Diputados que abre alguna esperanza de obtener la autorización del poder central. Esto significaría no sólo no haber aprendido nada sobre la esterilidad del «cargarse de razones» experimentada desde el 2012, sino también dilapidar el orgullo que ha supuesto haber desafiado al Estado y haber ganado. Si el 9-N ha supuesto una ruptura sin que España comparezca, evidenciando su debilidad y en un acto en el que los catalanes y sus representantes han perdido el miedo, hay que aprovechar la brecha de manera inmediata, el momento de perplejidad y de impotencia del adversario, para llegar hasta el final.

EL PUNT – AVUI