La corrupción y el voto

Una de las cosas que más se repiten en artículos, debates y tertulias es que los votantes de izquierdas, en las Españas, son más sensibles a la aparición de corrupción que los votantes de derechas. Dicho de otra manera: el elector con tendencias de izquierda es más estricto con el comportamiento de los políticos de su cuerda de lo que lo es el elector con lealtades a la derecha con los usos de los políticos que considera afines. Esta visión maniquea de la moral pública no resiste la más mínima evaluación empírica. Si se repasan todas las elecciones generales desde 1977 hasta hoy, los datos no permiten llegar a tal conclusión. Ni cuando el PSOE perdió el poder en 1996, resultado que fue calificado de “dulce derrota” por la fidelidad de su electorado. Si se repasan los comicios en las diversas comunidades, tampoco podemos afirmar que el público progresista tenga más escrúpulos que el público conservador. Las recientes elecciones andaluzas corroboran que la corrupción -gobierne quien gobierne- no es un factor que -por ahora- sea determinante a la hora de escoger la papeleta.

El escándalo de los ERE, que representa un monumental fraude de dinero público de 136 millones de euros, que dura una década y que implica a más de 260 personas vinculadas a la administración andaluza, no ha impedido que Susana Díaz haya obtenido un apoyo amplio y pueda continuar en el poder como si nada. Tampoco ha influido en los resultados del pasado domingo que los expresidentes autonómicos Chaves y Griñán -los padrinos políticos de Díaz- estén imputados. Resulta revelador del sectarismo que tiñe este debate que muchos de los que afirman -en Barcelona o en Madrid- que Mas es forzosamente culpable (no se sabe de qué) porque fue designado por un líder que ha resultado ser un evasor fiscal no apliquen, en cambio, esta causalidad mecánica al vínculo entre la triunfal Díaz y los dirigentes que la precedieron al frente de la Junta. La doble vara de medir indica hasta qué punto son hipócritas algunas formaciones.

El PSOE de Andalucía gobierna ininterrumpidamente desde la creación de la autonomía. Se trata de una comunidad donde todavía no se ha producido la alternancia. Incluso en Galicia, donde el PP cuenta con una red muy densa de lealtades, la oposición de izquierdas tuvo oportunidad de gobernar. No pienso que los andaluces sean, por naturaleza, más insensibles a la corrupción que los ciudadanos de otros territorios. El problema es otro y tiene que ver, sobre todo, con la idea de que no hay una alternativa creíble y que la administración siempre estará en las mismas manos. Se suman inercia, fatalismo y excesos clientelares. La continuidad prolongada de un mismo partido en el poder hace que se relajen los controles mientras aumenta la sensación de impunidad. Lo hemos visto también en Valencia, con el PP durante muchos años haciendo y deshaciendo a placer, circunstancia acompañada de una larga crisis del socialismo local; hubo un momento en que el grupo parlamentario popular en las Corts tenía 11 diputados imputados de 54, sin contar otros cargos. Las encuestas apuntan un posible cambio en los comicios de mayo, pero es innegable que una gran mayoría del electorado valenciano ha vivido, mucho tiempo, sin dar importancia a estos hechos.

Los veintitrés años de gobiernos de Jordi Pujol provocaron también actitudes indeseables, algunas acabaron en comportamientos susceptibles de sanción penal y otras en actuaciones reprobables desde el punto de vista ético y político. La comisión de investigación parlamentaria creada a raíz del caso Pujol quiere -se nos dice- arrojar luz sobre todo eso. Al lado de una obra de gobierno importante, el pujolismo no se salvó de los males inherentes a las mayorías que duran muchas legislaturas. Algunos personajes -como ha pasado en Andalucía, Valencia, Galicia o Madrid- se creyeron todopoderosos y confundieron el interés particular con el interés general. La corrupción es transversal y no distingue partidos ni territorios. Los que teorizaron tanto sobre el oasis catalán podrían aplicar hoy aquel esquema al oasis andaluz o al oasis valenciano. O al oasis de la capital de España, donde, en los entornos de Aguirre, han ido apareciendo figuras relacionadas con varios escándalos.

El barómetro de febrero del CIS nos dice que la corrupción y el fraude son considerados el principal problema de España por un 48,5% de la ciudadanía, y sólo tienen por delante el paro, que lo es para un 78,6%. Pero las cosas no son tan sencillas. Cuando se pregunta a la gente qué problema es el que más le afecta personalmente, la corrupción pierde importancia y es mencionada por un 13,6%. Entonces, por delante de esta cuestión, encontramos, además del paro, los problemas económicos. Vale la pena consignar, en esta línea, que los partidos y la política en general son vistos como un problema por un 20,1%, pero este porcentaje baja a un 7,7% cuando se pregunta por lo que afecta directamente a cada persona. Quizás en estas cifras hay alguna pista para comprender el escaso impacto que, hasta hoy, tiene la corrupción entre votantes de sensibilidades muy diferentes. Parece que nos indignamos mucho ante los piratas de turno, pero después, a la hora de la verdad, tenemos miedo de dar el poder a unos piratas que podrían ser peores.

LA VANGUARDIA