Vuelve el cuadro escocés

Después de perder el referéndum sobre la independencia, el Partido Nacional Escocés puede convertirse en el árbitro de la política británica. Gran paradoja e interesante lección para los catalanistas.

Los escoceses pueden apoderarse del Parlamento de Londres. Los sondeos previos a las elecciones legislativas del 7 de mayo en el Reino Unido indican que el Partido Nacional Escocés (Scotish National Party, SNP) tiene muchas posibilidades de convertirse en el árbitro de Westminster, ante el probable empate entre conservadores y laboristas. Un paisaje raro e inédito. Un cuadro de Turner. Los impetuosos perfiles de la City, matizados por el comunitarismo escocés. Los sondeos dicen que el SNP puede conquistar más de 50 de los 59 escaños en liza en Escocia, convirtiéndose en el tercer grupo en la Cámara de los Comunes, por delante de los asténicos liberal-demócratas y muy por encima del populista Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP). La paradoja es tremenda: ocho meses después de perder el referéndum por la independencia, los soberanistas escoceses pueden convertirse en los amos de la política británica.

El cuadro, efectivamente, podría ser de Turner. Luz misteriosa, bruma, relato inconcluso. Usemos el condicional. Las encuestas patinan sobre hielo en toda Europa y ningún pronóstico puede darse por seguro. Las crónicas señalan que el líder laborista Ed Milibant difícilmente se aliará con el SNP si no gana en número de votos al Partido Conservador. Matiz importante: la singularidad del sistema electoral británico, pensado para fortificar el bipartidismo en vísperas de la Guerra Fría. Barrera anti-marxista. Sistema mayoritario rotundo, construido sobre la base de pequeños distritos con un solo escaño. Los 650 diputados se eligen en circunscripciones uninominales, por mayoría simple y a una sola vuelta. Gana el que saca más votos. Manuel Fraga Iribarne, exembajador en Londres, habría importado este modelo a la España transitiva si el rey Juan Carlos le hubiese encomendado el papel finalmente adjudicado a Adolfo Suárez.

Otra matiz. Escocia nunca ha amado mucho a los conservadores. Incompatibilidad de caracteres. El Partido Conservador y Unionista (Conservative and Unionist Party, ese es su nombre completo) es esencialmente inglés. Antes del auge de los laboristas, los escoceses preferían a los liberales. Los distritos industriales del norte fueron una gran cantera del Labour. Hasta los años setenta, el nacionalismo era una corriente casi testimonial en Escocia. Fundado en 1934, el SNP era un partido de profesores universitarios descontentos por las diferencias regionales. La supresión de líneas de ferrocarril en los años setenta –miedo al aislamiento–, las primeras señales de fatiga de la gran industria –miedo al futuro–, y el descubrimiento de petróleo en el Mar del Norte –miedo a quedar al margen de sus beneficios–, alimentaron el autonomismo, con la mediación del Partido Laborista. La culpa es de Smith. El líder laborista John Smith, escocés de nacimiento, fulminado por un infarto a los 54 años, incorporó la devolución del Parlamento de Edimburgo al programa laborista de 1992, para bloquear el crecimiento del SNP y aprovechar la aguda impopularidad de los conservadores en Escocia tras la cruzada de Margareth Thatcher contra los sindicatos. Murió Smith y Tony Blair, también escocés, hizo suya la bandera autonomista. El Parlamento de Escocia reabría sus puertas el 12 de mayo de 1999, bajo la égida de Blair, señor de la tercera vía. Ocho años después, el nacionalista Alex Salmond, principal estratega del SNP moderno, se convertía en primer ministro de Escocia y empezaba a plantear la cuestión del referéndum de independencia, como señuelo para una segunda ampliación de la autonomía. La bandera escocesa, cruz de San Andrés en blanco sobre fondo azul, se le escapaba de las manos al viejo laborismo. La Escocia postindustrial se inclinaba por presentar batalla a la hegemonía política y económica del Gran Londres bajo el signo soberanista.

David Cameron, nuevo príncipe conservador, quiso embridar a Salmond, aceptando un referéndum binario. Nada de terceras vías. Sí o no a la independencia y que no se hable más del asunto. Colocaba a los laboristas ante una situación muy incómoda y soñaba con romperle el espinazo al SNP, convencido de la victoria del no. Vino la crisis financiera, vino el dogma de la austeridad, y el referéndum se inflamó. El ‘derecho a decidir’ se convirtió en la gran bandera de los descontentos. El sí ganaba en los sondeos y hubo que prometer más autonomía y pedir auxilio a los laboristas escoceses para que ayudasen a controlar el incendio. El ex primer ministro Gordon Brown se empleó a fondo en septiembre –Cameron apenas pisó Escocia durante la campaña para no complicar más las cosas– y la prudencia del voto femenino, más el miedo de los pensionistas a un tiempo de turbulencias, acabó dando el triunfo al no. El referéndum del 18 de septiembre del 2014 fue un gran ejercicio de democracia. Una lección para toda Europa.

Mientras escribía la crónica de la jornada en una cafetería de Edimburgo, me impresionó mucho la dimisión de Salmond, pocas horas después de cerrarse el escrutinio. En la Europa latina se habría dicho que era el gran vencedor moral. Había conseguido el referéndum y había arrancado una oferta de mayor autonomía para su vieja nación. Hoy creo entender algo mejor la maniobra del líder nacionalista, reconocido en Londres como uno de los políticos británicos más inteligentes. Aquel tipo con pinta de tendero, vivaz y rápido de reflejos, legitimaba la posición del SNP. “Hemos perdido el referéndum, pero hemos ganado el país”, dijo. Ocho meses después, los escoceses votarán mayoritariamente al Scotish National Party –con la ayuda del sistema electoral mayoritario–, para influir en la política británica y exigir el cumplimento de los compromisos. Habrá un gran grupo parlamentario escocés en Westminster.

¿Habrá un gran grupo catalán en el Parlamento español después de las elecciones generales de invierno? No sé qué dicen al respecto las ‘hojas de ruta’ que se hacen y deshacen en Barcelona hasta convertir en casi ilegible la crónica política catalana. Ante un Parlamento español previsiblemente más abierto y sin mayoría absoluta, los catalanistas –escribo catalanistas y no soberanistas, de manera intencionada, para apurar el matiz y abrir el compás-, ¿optarán por la disgregación y la fragmentación?

LA VANGUARDIA