Boda en Damasco

Nagham Salman y Francisco Sánchez Muñoz, abogado barcelonés, escogieron para su banquete de bodas una mansión del barrio de Meza, construida junto al canal de agua de Banias, no lejos de la moderna mezquita de Hafez el Assad. Después de su matrimonio civil en Barcelona, y de una discreta ceremonia religiosa musulmana, ofrecieron a sus invitados una de estas fiestas que son un estallido de música y de libertad y alegran la vida en Damasco, esta capital que aun no ha podido desembrazarse de un frente de guerra a solo dos kilómetros o incluso de unos centenares de metros.

Por una solemne escalera descendió Nagham, en su blanco traje de novia, del brazo de su padre, a una sala de bóvedas y arcos de granito, con ventanales a un jardín de palmeras y a una terraza que sirve para exhibir esculturas de mármol, madera, metálicas. La mansión Art House más que un hotel es un museo de cuadros colgados por todas sus paredes, de retratos y bustos de artistas y pintores sirios en las escaleras y en las cámaras con librerías de revistas de arte y decoración, novelas escritas en árabe y best sellers internacionales como Millennium.

Antes de que empezase el banquete con champán, vinos y whisky, muchachas con minifaldas escarlatas, verdes o largas faldas negras transparentes, ceñidas blusas de generosos escotes, jóvenes con trajes oscuros, se entregaban al frenesí del baile con la música de un disc jockey de larga cabellera bajo los haces de focos de colores. La corte de amigas de Nagham no cesaban de, alborozadas y traviesas, fotografiarse con cámaras y móviles y de hacerse selfies.

“Esto es Siria –exclamaba un comensal de mi mesa- porque con el Daesh no se podría celebrar una boda como esta. Si los europeos nos ayudasen se ayudarían a si mismos”.

No sé si estas fiestas nupciales que se acostumbran a celebrar las noches de los jueves para los musulmanes, y las del sábado para los cristianos, son más frecuentes que hace un par de años. El ambiente de seguridad de la capital ha mejorado, desapareciendo algunos parapetos del centro de la ciudad. En cambio, el barrio cristiano de Bab Tuma -o Tomás, nombre de origen arameo que significa mellizo- hay menos banquetes nupciales porque sufre de vez en cuando bombardeos de insurrectos islamistas, sobre todo de El Nosra, desde su cercano frente excavado de túneles y plantado de minas que el ejército no ha desmantelado. Fue en el restaurante L’Oriental donde me sorprendió hace un par de inviernos la vitalidad y el fulgor de estas frenéticas cenas. Recuerdo que el novio, encaramado al brocal de un pozo del patio, blandía la bandera nacional y vitoreaba a Rusia. En este banquete, el padre de Nagham, en un elegante árabe clásico, alabó el combate del ejército sirio.

Los últimos éxitos americanos, las canciones como La paloma, las melodías interpretadas por cantantes libaneses y egipcios, fueron bailadas con pasión por esta juventud atrapada en la guerra. La danza tradicional del dabke reunió a jóvenes y viejos. No faltaron algunas bulerías que Watec, hermano de la novia, y sus hermanas Nur, Luz y Salma –Puerta del paraíso- danzaron al final.

Ha sido sobre todo en los hoteles de charme -encanto-, en las discotecas, en los restaurantes de Bab Tuma donde con más frecuencia he visto estas fiestas que no son exclusivas de afortunados, ni de ricos enriquecidos con la guerra.

De noche la alberca del Hotel Talismán, delicada joya de la arquitectura del antiguo barrio judío incrustado en Bab Tuma, donde todavía hay una pequeña sinagoga, abierta discretamente al culto los sbath, está iluminada de farolillos de colores. A veces se grababan secuencias de seriales televisivos, se organizaban fiestas nupciales o encuentros de jóvenes, gente guapa, de ambos sexos que como un grupo de aficionados a la salsa se desahogaban entregándose con toda su fuera al baile, hasta la anochecida. Los vigilantes armados del barrio veían pasar a chicas con minifaldas y altos tacones, por este laberinto de callecitas, muy difícil de atravesar en automóvil. Todo el mundo se ha acostumbrado, como acontecía en Beirut durante los años de las guerra, a los bombardeos, a los vuelos a veces rasantes de los aviones de combate, a los atentados.

Muchos jóvenes están angustiados porque deben entrar en filas. He conocido a hombres de treinta años que, agotadas sus prórrogas militares, deben empuñar las armas inmediatamente. Otros sirios están percatados que tienen que cumplir su deber para salvar la patria. El ejército, aunque cohesionado – solo al principio de la rebelión hubo deserciones-, armado por Rusia y por Irán padece un desgaste humano, con sus miles de caídos en el campo de batalla, cuyas imágenes y esquelas embadurnan fachadas de Lataquía, de Tartus, de otras localidades de mayoría de población alauí, núcleo del poder del Estado.

En Alepo, la ciudad desgarrada del norte, con los barrios del oeste bajo autoridad gubernamental y del este dominados por los rebeldes, también hay una incipiente vida nocturna, sobre todo en sectores de población del régimen, con la discoteca Chaba el Cham, cafeterías como Attar el Farasha, Feyruz, nombre de la gran cantante libanesa adorada en Siria, y Mogambo. Como el barrio de Bab Tuma, el alepino de Jdeide, habitado por cristianos, era un rincón encantador con sus antiguas casas otomanas de piedra, de recoletos patios interiores, convertidas en hoteles y restaurantes, con catedrales, iglesias armenias, griego católicas, siriacas, maronitas. Una de sus pulcras y angostas calles se llama Sissi. Alepo, “la princesa del norte de Siria”, fue famosa por sus cosmopolitismo, aunque su decadencia empezara tras la Primera guerra mundial. Los secretos de su cocina son envidiados en todos los hogares del Levante.

La rebelión y la guerra que se apoderaron de Homs, de Hama, llegaron más tarde a Alepo. Cuando la visité en el Ramadán del 2012 se me antojó una ciudad confiada y tranquila. Ni en su aeropuerto ni en sus calles se veían patrullas de soldados y la Plaza de la Torre del Reloj que en Hama y en Homs eran centro de las manifestaciones antigubernamentales era un remolino de gente que vendía y compraba. Pero a pocos kilómetros de la frontera de Turquía, su suerte estaba echada… Por su talante liberal, la fuerza de su iniciativa privada, por su industria textil, por su actitud desconfiada o desafiante ante el poder político de Damasco se la había llamado alguna vez la Barcelona de Siria.

En la discoteca de Al Shaba El Cham, como en la mansión del banquete de Nagham y Francisco, los jóvenes se vuelcan en la pista, iluminada de rayos laser, para bailar hasta la madrugada. En Alepo los yihadistas demolieron el hotel Sheraton. El pequeño y decadente hotel Baron, en el centro de la ciudad, donde pernoctara el legendario Lawrence de Arabia, ha sido desahuciado hace tiempo. En la zona rebelde en Bustan Al Qasr hay también algunos restaurantes modestos con parroquianos tradicionales, mujeres acompañadas por sus maridos, donde se difunden melodías árabes como las muchachauat o poesías cantadas. Este es uno de sus estribillos “Alepo es una fuente de dolores que se derraman sobre mi país”.

La guerra nunca puede sepultar la vida. Que nadie se escandalice de estas fiestas sirias.

La Vanguardia