Damasco, cruce de caminos

Todas estas catástrofes estaban anunciadas o por lo menos hubiesen tenido que ser previstas por los gobiernos occidentales, atrapados por los malos cálculos de sus políticas en las arenas movedizas de Oriente Medio. El statu quo de los poderes dictatoriales, que tuvieron su origen en los golpes militares entre las décadas de los cincuenta y sesenta, y que prevalecía, pese a todas sus represiones, estalló primero en la guerra de Afganistán, después con la del 2003 de Estados Unidos contra el Iraq de Sadam Husein, y ocho años mas tarde con la de Siria, que al principio se interpretaba como una revolución de los grupos de la mayoría suní contra la dictadura de la minoría alauí de Bashar el Asad.

Siria fue el ultimo país contagiado por la malhadada primavera árabe que derribó el establishment político anterior, con la ilusión de una democratización popular liberadora que ha concluido en un infierno en el que las primeras victimas son sus pueblos.

Cuando Paul Breemer, que gustaba calzar altas botas de campaña, el llamado alto comisario norteamericano en Bagdad, tuvo la iniciativa de decapitar al régimen de Sadam Husein a fin de dejar a Iraq como una tábula rasa para todas las experimentaciones, desmanteló su ejército, considerado el mejor del mundo árabe, sus fuerzas policiales y su partido Baas.

El país se precipitó en el caos más sangriento. Su desintegración, llevada a cabo para desarraigar el régimen de Sadam Husein, provocó, entre sus muchas consecuencias, la radicalización de grupos islamistas no sólo suníes, sino también chiíes, como el ejército del Mehdi, de Moqtada al Sadr, y de rebeldes de toda calaña que combatieron a las fuerzas ocupantes. Allí se enraizó Al Qaeda, y de allí surgieron los nuevos combatientes suníes del Estado Islámico (EI), entre los que se encontraban exmilitares y agentes del disuelto régimen de Sadam Husein, y jóvenes rebeldes como el califa Abu Bakr al Bagdadi, que sufrió sus cárceles.

La vecina Siria, martirizada, ha sido su nuevo campo de batalla. Al principio de este brutal conflicto, los primeros demócratas, los opositores de tendencias moderadas, fueron dominados por yihadistas, hasta que el EI se los tragó. Cuando, desde tiempo atrás, Bashar el Asad acusaba de terroristas a los que le combatían confundiendo bajo este nombre a todos sus enemigos, la comunidad internacional le ridiculizaba, tratándole de sanguinario dictador. Cuando advertía a los gobiernos de Occidente de que su acción bárbara alcanzaría a sus pueblos, no quisieron prestarle la necesaria atención porque su primer objetivo seguía siendo, como el de los dirigentes de Turquía, Arabia Saudí y Qatar, derrocarle. Desechaban su dilema “yo o el caos”, ese panorama en el que sólo se podía elegir entre la peste o el cólera.

El presidente Barack Obama se decidió a formar una coalición para bombardear a las hordas del EI, tomando todas las precauciones para que su medida no se interpretase como una aceptación de facto ni una ayuda al régimen de Damasco.

Bagdad y Damasco son nombres que conmueven a los árabes por sus resonancias históricas. Damasco es el centro del Bilad al Sham (el gran territorio sirio histórico) más que nunca desde que comenzó esta guerra infernal e incierta. Todos los caminos de Oriente Medio, incluso del mundo, pasan ahora por Damasco.

Ha sido inevitable que la guerra de Siria, por todas sus implicaciones internacionales –cada día más confusas– se convirtiese, como lo fue la guerra civil española, en escabroso tema político del siglo XXI. El gran escritor francés Michel Houellebecq ya lo anticipó en su última gran novela Sumisión al describir el futuro de su país.

El Gobierno de Francia ha perdido en todos los frentes con la intervención militar. Siria es una pieza maestra de los servicios de seguridad franceses, no sólo en temas de Oriente Medio sino también en los ataques terroristas que ha sufrido, porque el régimen de Damasco tiene más capacidad de identificar y apresar a estos grupos de yihadistas. Su cooperación contra el terrorismo había sido muy útil antes del 2011, como lo fue también la del coronel Muamar el Gadafi de Libia o del presidente Sadam Husein de Iraq, antiguos aliados.

Tuve oportunidad, antes de la guerra del 2003 en Iraq, de leer despachos de diplomáticos y funcionarios internacionales que desaconsejaban con argumentos de peso aquella aventura bélica, capitaneada por Bush hijo y que arrastró a muchos gobiernos al campo de batalla, incluido el español. Ignacio Rupérez, exembajador en Iraq, publicó en su libro Iraq, daños colaterale s aquellos informes que nunca fueron tenidos en cuenta.

Siria ha sido otra equivocación, especialmente para Francia. Su embajador, Eric Chevalier, como algunos de los que estuvieron en Bagdad y advirtieron sobre los peligros de la guerra, informó con prudencia para evitar las consecuencias internas y externas de este conflicto armado, pero el Quai d’Orsay no le dio su confianza y tuvo que regresar a París.

Hay que conseguir el apoyo unánime para derrotar al EI en sus territorios sojuzgados, aunque su guerra ideológica sea la más difícil de ganar. El “califato digital”, como le ha llamado el prestigioso periodista árabe Abdel Bari Atuan, utiliza las técnicas estadounidenses de comunicación para reavivar el miedo al sacrificio humano y atraer gentes de medio mundo. El EI no hubiese conseguido sus ambiciones territoriales ni reclutado en tan poco tiempo tantos combatientes sin su dominio de internet. Como aún no se columbra la solución de la guerra de Siria, el EI seguirá en su cruzada bárbara para humillar a la civilización.

LA VANGUARDIA