Colonia, lugar de fantasmas

¿Qué pasó en Colonia en la noche de San Silvestre (víspera de Año Nuevo)? Es difícil saberlo exactamente con la lectura de los informes, pero sabemos -por lo menos- lo que sucedió en las cabezas. En las de los atacantes, tal vez; en las de los occidentales, sin duda.

Resumen fascinante de los juegos de fantasmas. El «hecho» en sí corresponde de modo inmejorable al juego de imágenes que Occidente se construye del «otro», el refugiado-inmigrante: angelismo, terror, reactivación del miedo a antiguas invasiones bárbaras y base del binomio bárbaro-civilizado. Los inmigrantes acogidos atacan a «nuestras» mujeres, las agreden y violan.

Esto se corresponde con la idea que la derecha y la extrema derecha siempre han construido en su discurso contra la acogida de refugiados. Estos son asimilados a los agresores, aunque todavía no se sepa con certeza. ¿Los culpables son los inmigrantes que se establecieron hace mucho tiempo? ¿Refugiados recientes? ¿Organizaciones criminales o simples ‘hooligans’? No se esperará la respuesta para delirar ya con coherencia. El «hecho» ya ha reactivado, frente a la miseria del mundo, el discurso sobre «¿se debe acoger o encerrarse?». El fantasma no ha esperado a los hechos.

 

La relación con la mujer

¿Angelismo también? Sí. La acogida del refugiado, del solicitante de asilo que huye de la organización del Estado islámico o de las guerras recientes peca en Occidente de una sobredosis de ingenuidad: vemos en el refugiado su estatuto, no su cultura; es la víctima que recoge la proyección del Occidental o de su sentido del deber o de culpabilidad. Vemos al superviviente y olvidamos que el refugiado viene de una trampa cultural que se resume sobre todo en su relación con Dios y con la mujer.

En Occidente, el refugiado o el inmigrante salvará su cuerpo, pero no negociará su cultura con la tanta facilidad, y esto se olvida con desdén. Su cultura es lo que le queda frente al desarraigo y al choque con la nueva tierra. La relación con la mujer, fundamental para la modernidad de Occidente, a veces sigue siendo incomprensible para él durante mucho tiempo cuando se habla del hombre medio.

Por lo tanto, negociará los términos por miedo, por compromiso o por voluntad de mantener su «cultura», pero eso cambiará muy, muy lentamente. Basta con un nada, el regreso al gregarismo o el fracaso emocional, para que aquello vuelva con dolor. Las adopciones colectivas tienen esto de ingenuo, que se limitan a la burocracia y se rehabilitan por la caridad.

¿Es el refugiado por tanto «salvaje»? No. Sólo diferente, y no es basta con acogerle dándole papeles y un hogar de acogida para cumplir con él. No se le debe ofrecer sólo asilo al cuerpo sino también convencerle para cambiar el alma. El «otro» viene de ese vasto universo doloroso y terrible que son la miseria sexual en el mundo árabe-musulmán, la relación enferma con la mujer, el cuerpo y el deseo. Acogerle no es curarle.

La relación con la mujer es el nudo gordiano, el segundo en el mundo de Allah. La mujer es negada, rechazada, matada, velada, encerrada o poseída. Esto denota una relación turbia con el imaginario, con el deseo de vivir, con la creación y con la libertad. La mujer es el reflejo de la vida que no se quiere admitir. Ella es la encarnación del deseo necesario y es, por lo mismo, culpable de un crimen atroz: la vida.

Es una convicción compartida que se hace muy visible en el islamista por ejemplo. El islamista no ama la vida. Para él, se trata de una pérdida de tiempo antes de la eternidad, de una tentación, de una fecundación inútil, de un alejamiento de Dios y del cielo y de un retraso en la senda de la eternidad. La vida es el producto de la desobediencia, y esta desobediencia es el producto de una mujer.

El islamista quiere ver en ella a quien da la vida, perpetúa la prueba y a quien le ha alejado del paraíso por un susurro malsano y que encarna la distancia entre él y Dios. La mujer es dadora de vida y al ser la vida pérdida de tiempo, la mujer se convierte en la pérdida del alma. El islamista está igualmente angustiado por la mujer porque le recuerda el cuerpo de ella y el cuerpo de él.

 

La libertad que el refugiado desea pero no asume

El cuerpo de la mujer es el lugar público de la cultura: es de todos, no de ella. Escrito hace varios años sobre las mujeres en el mundo llamado árabe: «¿A quién pertenece el cuerpo de una mujer? A su nación, a su familia, a su marido, a su hermano mayor, a su barrio, a los niños de su barrio, a su padre y al Estado, a la calle, a sus antepasados, a su cultura nacional, a sus prohibiciones. A todos y a todo el mundo, excepto a sí misma. El cuerpo de la mujer es el lugar donde ella pierde su poder y su identidad. En su cuerpo, la mujer vaga como invitada, sometida a la ley, que la posee y la desposee de sí misma, guardiana de los valores de los demás que ellos no quieren cargar por (para) sus cuerpos. El cuerpo de la mujer es su carga que lleva en su espalda. Debe defender las fronteras de todos menos la suya. Ella representa el honor de todos, salvo el suyo que no es de ella. Ella lo lleva como un ‘vestido’ de todos, que le prohíbe estar desnuda porque eso supone poner al desnudo al otro y a su mirada».

Una mujer es una mujer para todos, salvo para sí misma. Su cuerpo es un bien vacante para todos y su «malvivir» es sólo para ella. Ella se pasea como en una propiedad de los demás, un mal en sí mismo. No puede tocarlo sin desvelarlo ni amarlo sin pasar por el resto de su mundo, o compartirlo sin desmoronarse entre diez mil leyes. Cuando ella lo desnuda, expone el resto del mundo y se encuentra atacada porque ha puesto en desnudo al mundo y no a su pecho. Ella está en juego, pero sin ella; sacralidad, pero sin respeto a su persona; honor para todos, salvo el suyo; deseo de todos, pero sin deseo de ella misma. El lugar en el que todos reencuentran, pero excluyéndole a ella. Pasaje de la vida que le prohibe su vida.

Es esta libertad que el refugiado, el inmigrante, quiere, desea, pero no asume. El Occidente se ve a través del cuerpo de la mujer, la libertad de la mujer se ve a través de la categoría religiosa de la licencia o de la «virtud». El cuerpo de la mujar se ve no como el lugar mismo de la libertad esencial como valor en Occidente, sino como una decadencia: entonces se la quiere reducir a la posesión, o al crimen a «velar».

La libertad de las mujeres en Occidente no se ve en razón de su supremacía, sino como un capricho de su culto a la libertad. En Colonia, el Occidente (el de la buena fe) reaccionó porque se tocó la «esencia» de la modernidad, donde el agresor vio sólamente entretenimiento, un exceso de una noche de fiesta y tal vez de alcohol.

Colonia, lugar de fantasmas pues. Los trabajados desde las extremas derechas que claman contra la invasión bárbara y los de los agresores que quieren el cuerpo desnudo, ya que es un cuerpo «público», que no es propiedad de nadie. No se ha esperado a identificar a los culpables, ya que esto no es significativo en el juego de imágenes y clichés. Por otro lado, todavía no entiende que el asilo no es sólo tener «papeles», sino aceptar el contrato social de una modernidad.

 

El problema de los «valores»

El sexo es la mayor miseria en el «mundo de Allah.» Tanto es así, que ha dado nacimiento a este porno-islamismo del que hacen discurso predicadores islamistas para reclutar a sus «fieles»: descripciones de un paraíso más próximo de un burdel que de la recompensa para las personas piadosas, fantasma de vírgenes para los ‘kamikazes’, a la caza del cuerpo en los espacios públicos, puritanismo de las dictaduras, velo y burka.

El islamismo es un atentado contra el deseo. Y este deseo, a veces, irá a explotar en la tierra de Occidente, allá donde la libertad es tan insolente. Pues «en nuestra casa», no hay salida más que después de la muerte y el juicio final. Una prórroga que fabrica del viviente un zombi, o un ‘kamikaze’ que sueña con confundir la muerte y el orgasmo, o un frustrado que sueña con ir a Europa para escapar en su errar, a la trampa social de su cobardía: quiero conocer una mujer pero rechazo que mi hermana conozca el amor con un hombre.

Vuelta a la pregunta básica: ¿Colonia es una señal de que hay que cerrar las puertas o cerrar los ojos? Ni una ni otra solución. Cerrar las puertas llevará un día u otro, a disparar por las ventanas, y eso es un crimen contra la humanidad.

Pero cerrar los ojos al largo trabajo de acogida y asistencia, y lo que eso significa como trabajo sobre uno mismo y sobre los otros, es también un angelismo que matará. Los refugiados y los inmigrantes no son reducibles a la minoría de una delincuencia, pero esto plantea el problema de los «valores» a compartir, a imponer, a defender y a hacer comprender. Esto plantea el problema de la responsabilidad tras la acogida y que es necesario asumir.

Kamel Daoud es un escritor argelino. Él es el autor de Meursault, en contra de la encuesta (Actes Sud, 2014), la primera novela Premio Goncourt. También es columnista del Quotidien d’Oran. Este artículo fue publicado por primera vez en Italia en el diario La Repubblica.

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