Un mercado político ineficiente

La fotografía que el sábado pasado publicaba La Vanguardia de los cuatro líderes catalanes de Ciudadanos –Rivera, Arrimadas, Girauta y Mejías– uniformados de la roja, viendo con mucha pasión –simulada o no– el partido España-Turquía en el paseo Lluís Companys, tiene mucho que ver con las líneas que siguen. Seguro que recuerdan a los de Ciudadanos subidos encima de una silla, con un fondo de banderas españolas, en una imagen de campaña muy bien pensada y preparada. Pero sobre todo la reflexión la provocó el contraste con la foto que también circuló por la red, tomada desde detrás, donde se veía la tramoya de todo aquel decorado político, y en la que se descubría una cierta frialdad y una discretísima presencia de seguidores.

Dejo de lado algunas consideraciones obvias sobre, por ejemplo, si aquella imagen de campaña tenía connotaciones nacionalistas o si por el contrario se trataba de un puro y encendido patriotismo. O ­sobre si no estaríamos ante un caso de manipulación política de un deporte como los que este mismo partido ha denunciado tantas veces cuando quien recurre a ella es un nacional de otra patria. Tan ocioso ­sería discutirlo que se me podría acusar con toda la razón de malgastar el espacio limi­tado de este ar­tículo. En cambio, aquello que sí que merece atención es un hecho más general que creo que el contraste entre las dos fotos ilustra muy bien. Y es que, en vísperas de estas nuevas elecciones españolas, se vuelve a poner en ­evidencia la compleja –y distante– relación que hay entre lo que representan las formaciones políticas que compiten para gobernar y la voluntad de los electores que, poco o muy resignadamente, las acaban ­votando.

Efectivamente, la imagen frontal y la posterior de aquella puesta en escena simbolizan perfectamente la distancia que existe entre el relato que vende un partido en campaña –podría decirse de todos los partidos– y el electorado que lo vota y de quien, gratuitamente, se supone que se lo ha tragado ingenuamente. La realidad es muy diferente. Por una parte, existe una oferta electoral escasa y rígida que las reglas publicitarias y la ley electoral acaban de empequeñecer y delimitar. Al final, tenemos debates públicos a cuatro en España, o a seis en Catalunya. Por otra, existe un elector muy diverso y con una cultura política variada y una información extraordinariamente dispersa. Se trata de un caso claro de competencia imperfecta. Si la oferta se tuviera que acomodar a la demanda, es decir, al deseo del cliente, y si las dos variables mantuvieran una relación elástica, el comportamiento de unos y otros sería totalmente diferente. Pero el sistema electoral determina un mercado cautivo donde debe votarse lo que hay, valga lo que valga, y donde se obtienen unos resultados condicionados por unas normas que protegen la rigidez de la oferta al margen de la voluntad de la demanda. No es que no existan otros sistemas electorales mucho más respetuosos con la voluntad del ciudadano –vean el blog Ars electionis–, pero tienen esta pega: que la respetan mejor.

Dadas las reglas de juego, pues, que las campañas busquen eslóganes reduccionistas o que recurran a anuncios astutos dirigidos a almas cándidas no debe sorprender. En cambio, lo que sí que es censurable, y grave, es que periodistas y analistas nos sumemos a esta confusión: dar a entender que el voto expresa la voluntad libre del elector y no que es el resultado de una decisión cautiva y resignada. Es ri­dículo suponer que la oferta política escogida es la manifestación clara y directa de la demanda, como si por el hecho de votar por responsabilidad cívica convirtiera al elector en cómplice acrítico de la elección que ha hecho. Para entendernos: en España se puede votar al PP, al PSOE, a C’s o a Unidos Podemos sin pertenecer a tales partidos, desconfiando de ellos, votándoles como mal menor, para evitar un mal mayor, dando el voto de prestado, de mala gana e incluso por error. Y en Catalunya, además, se puede votar a ERC o CDC, estando o no a favor la independencia, de la misma manera que hay independentistas que, en unas elecciones españolas, para favorecer o evitar un determinado gobierno y recurriendo al voto útil, dan su voto a En Comú Podem. Suponer que el elector no hace sus cálculos, imaginarlo abducido por la ideología del partido al que ha votado, es negarse a entender la multiplicidad de lógicas que intervienen en la decisión final.

De la noche del 26-J saldrá una fotografía parecida a la que comentaba al principio. Líderes vestidos con el uniforme del partido, eufóricamente subidos al balcón, en un escenario lleno de seguidores entusiastas capaces de multiplicar por cien una victoria pírrica o de disimular una derrota humillante. Pero habrá que recordar que tal imagen en ningún caso es exactamente la de sus votantes, cuya voluntad habrá quedado expropiada por un sistema electoral que hace todo lo que puede para do-mesticar e incluso disfrazar su voz.

LA VANGUARDIA