Tensión en las costuras de Bangladesh

Viví durante un mes en Gulshan, el barrio de Daca traumatizado por el asalto armado de unos hijos de papá a un exclusivo restaurante frecuentado por personal diplomático, agentes textiles y bengalíes adinerados. Cada vez está más claro que la inoperancia y las contradicciones de la investigación de los repetidos atentados a cuchillo del último año contra todo lo que huela a laicismo, izquierda o minorías religiosas en Bangladesh, tiene que ver con la privilegiada extracción social de algunos de los cachorros que las perpetran.

Sin embargo, el espectacular secuestro con veintidós muertos de Gulshan, donde tres de los cinco terroristas procedían de la élite más adinerada y mejor conectada del país, impiden ocultar este hecho por más tiempo. Las autoridades han hecho a un llamamiento a los padres a que denuncien la desaparición de sus hijos, ante el temor de que -como la joven basura abatida en Gulshan- se hayan radicalizado en Malasia o que hayan acudido incluso al llamado Estado Islámico, entre Siria e Iraq, a adiestrarse. La existencia de vuelos directos diarios de Daca a Estambul facilita este tipo de excursiones. La lista de desaparecidos sospechosos se eleva ya a 261.

Sin embargo, el asalto terrorista de hace algunos fines de semana no provoca ningún temor en 160 millones de bengalíes de a pie. Se trata de un extraño espectáculo en el que cachorros idiotizados de la cleptocracia bengalí asesinan a gente algo menos rica, pero, a sus ojos, igualmente privilegiada.

Gulshan es una burbuja extraña, rodeada de espinas, en la que los autorickshaws son auténticas jaulas que se cierran por dentro con pestillo, para soportar el asalto de tullidos, mendigos profesionales y niños explotados a cada semáforo. Circular por Daca es siempre una experiencia exasperante, aunque algo menos en viernes y sábado, el fin de semana en Bangladesh. A diferencia de otras megalópolis de su tamaño -o incluso veinte veces menos pobladas- las autoridades bengalíes jamás consideraron imprescindible dotarse de un sistema público de transporte eficiente. Daca no tiene metro ni se ha excavado un solo palmo para que lo tenga, aunque sobre el papel haya un proyecto aprobado. La gran ciudad bengalí tiene, en cambio, decenas de miles de coloridos triciclos de pasajeros (cycle rickshaws) que ralentizan el ritmo de todos los demás vehículos. La ley del mínimo común denominador. Como sucedió durante dos mil años, por el río se circula más deprisa que por tierra.

En ciudades como Daca o Islamabad es donde uno se da cuenta hasta qué punto dependemos muchos de nosotros de una cerveza fresca al final de un día abrasador. Algo que en Bangladesh y Pakistán no se puede dar ni mucho menos por descontado y que exige gregarismo y discreción. Algo que ha alimentado en Daca una cultura de club, para ejecutivos de oenegés y del textil y empleados de embajadas, sobre todo en el enclave diplomático de Gulshan, uno de los tres barrios ricos de la capital, junto al vecino Banani y el más céntrico y verde Dhanmondhi, donde está el «old money», de antes de que Daca empezara a tener embajadas porque aún no era capital de nada. El miedo a atentados ha provocado que esta comunidad extranjera se haya metido dentro de su concha como un caracol, lo que acarreará también consecuencias para su pujante, explotadora y transformadora industria textil.

Bangladesh es una bomba demográfica de importancia estratégica. Los dos grandes ríos indios, el Ganges y el Brahmaputra desembocan aquí, bajo otro nombre. Bangladesh es el puente natural de la gran llanura India hacia su propa región del Noreste y China y también hacia el Sureste Asiático. Desestabilizar a Bangladesh significa, tarde o temprano, desestabilizar a India. Desde finales de la década pasada vuelve a haber en Daca un gobierno «pro-indio», con la Liga Awami de Sheikh Hasina, quien pasó varios años exiliada en India tras el asesinato de su padre -el primer presidente de Bangladesh- y de sus hermanos (ella se salvó por estar en Suiza). Si cambiaran las tornas, no solo Pakistán se frotaría las manos, sino también los potenciales beneficiarios de un aumento del gasto militar de India -que ya es el primer importador mundial de armamento- para proteger varios miles de kilómetros de frontera. Nada complacería tanto al establishment de Rawalpindi como devolverle el balón a Nueva Delhi, a quien acusa de utilizar al gobierno amigo de Kabul -sobre todo el anterior- para dividir sus fuerzas en dos flancos.

Bangladesh es estratégico y el golfo de Bengala, donde los yacimientos de gas todavía no han sido suficientemente explorados, también. Asimismo, allí donde Bangladesh y Birmania se juntan, en la costa de Arracán (Arakan), no solo hay gas, sino que los oleoductos en avanzado estado permitirán a China bombearlo directamente hasta su frontera, evitando el estrecho de Malaca. Algo que no debe hacer felices a muchos despachos y redacciones en Qatar, Washington, Londres o Singapur.

No presagia nada bueno la estrategia de la tensión en Bangladesh y el desquiciado tratamiento informativo de la inmigración bengalí en Birmania, donde los arakaneses budistas van camino de convertirse en una minoría en su propio estado. La herida de los autodenominado «rohingyas” se mantendrá supurando. Y hay un Premio Nobel de la Paz que todavía no ha abierto la boca para denunciar la situación apátrida de los llamados «rohingyas», pese a que son sus connacionales, con los que comparte cultura, gastronomía, lengua, dialecto, religión y a menudo hasta el mismo nombre. Ese Nobel se llama Muhammad Yunus y el país que reniega de sus hijos es Bangladesh. Si Bangladesh no es el hogar para los musulmanes bengalíes su propia razón de existir desaparece.

La ola de atentados en Bangladesh no es ajena al bloqueo político del país. La Liga Awami gobierna con mayoría absoluta después de que el segundo gran partido, el Partido Nacionalista de Bangladesh (BNP) boicoteara unas elecciones que habría perdido de todos modos. El Tribunal “Internacional” sobre los crímenes de guerra de 1971, que más de cuarenta años después ha dictado varias sentencias de muerte y ejecutado algunas, siempre a islamistas aliados del BNP, ha puesto contra la pared -a veces literalmente- a la oposición conservadora que no comparte la aversión a Pakistán y el acercamiento a India.

Durante casi veinticinco años esta fue la mitad más poblada de Pakistán. Hasta que dejó de ser Pakistán y empezó a ser Bangla Desh (Estado Bengalí, en bengalí) gracias al apoyo militar de la India de Indira Gandhi. La familia Nehru-Gandhi pagó un alto precio por desgajar a uno de los más sólidos aliados estadounidenses, Pakistán, y echar a la mitad amputada, Bangladesh, en brazos de la U.R.S.S. Las conspiraciones para revertir aquella situación, manu militari, afectan todavía al presente de Bangladesh. Dos grupos de poder, uno agrupado alrededor de Sheikh Hasina -hija de Mujibur Rahman- y otro alrededor de la viuda del militar que lo sustituyó, Khaleda Zia, llevan más de veinticinco años disputándose el saqueo del país.

La situación actual de tensión no es ajena a que el delfín natural de Khaleda Zia, su hijo ladrón Tarique Rehman, no puede regresar al país, por la cantidad de causas pendientes por corrupción, así como por sentencias firmes. El papel de Rehman en la orquestación de todo tipo de conspiraciones contra el gobierno de la Liga Awami está fuera de duda. Como tantos otros potenciales presidentes o dictadores en stand by, Rehman se encuentra en la capital del Reino Unido, moviendo sus hilos. Como es habitual en el Subcontinente Indio -que aprendan nuestros políticos- Rehman no trata a la gente de tonta y no niega las acusaciones de corrupción, se limita a desdeñarlas «por tener motivaciones políticas». Hombre, claro.

El hijo de Sheikh Hasina, Sajid Wazed, mientras tanto, va y vuelve a su antojo, aunque pasa mucho tiempo en Estados Unidos, país de origen de su esposa. Cuesta decidir cual de los dos es más siniestro para el futuro de Bangladesh.

Tras el atentado de Gulshan, a los tribunales de Daca les ha faltado tiempo para condenar a siete años de cárcel a Tarique Rehman, reabriendo uno de los casos que ya había sido archivado. Le condena también a una multa de más de dos millones de euros. Rehman podría recurrir la sentencia, pero para hacerlo debería entregarse a la justicia bengalí. Ha sido colocado en un callejón sin salida, en una muestra de que la partida se juega en Bangladesh a todo o nada. Rehman está casada con la hija del fallecido jefe de la Armada. El ejército de Bangladesh no tiene motivos de queja: es una élite en sí misma, con todo tipo de privilegios. Sus oficiales están entre los más socorridos entre los Cascos Azules. Pero Sheikh Hasina es consciente de que es un flanco con riesgos. La semana pasada reunía a los oficiales de alta graduación y les instigaba a tener en cuenta «el espírito de 1971« a la hora de las promociones.

Los atentados selectivos, contra minorías, buscan que el grueso de la población, musulmana suní, no se soliviante en masa contra los islamistas o las ambigüedades del BNP, o, llegado el caso, acepten a regañadientes un nuevo golpe de estado como el de 2007, que además contó con el apoyo de las más altas instancias internacionales y puso en el poder a un antiguo funcionario del Banco Mundial y exdirector del Banco Central de Bangladesh. Otro escenario de la estrategia de la tensión en Bangladesh conduciría a lo que ya ha pedido Khaleda Zia, un «gobierno de unidad nacional», que corrija su boicot a las elecciones, que permita el reparto de favores entre sus filas necesario para mantenera la cohesión y la moral, y, finalmente, ponga punto final a los juicios que considera políticos.

La pakistanización mediática de Bangladesh -aunque la cifra de víctimas del terrorismo sigue siendo una broma en comparación con Pakistán- es una reacción a su indianización sobre el terreno. Después de Gulshan, se frustró otro atentado en la mayor concentración religiosa del país para despedir el Ramadán. Pero «habrá más atentados», ha dicho la primera ministra. Quizás en serie, como sucedió en 2005, porque la onda expansiva de la guerra de independencia de 1971, así como sus réplicas y contrarréplicas, siguen zarandeando la actualidad.

LA VANGUARDIA